La crisis financiera mundial a la
que se culpa de la catástrofe, no es en España
una causa sino más bien el efecto de una gobernación miserable y de un consentimiento tan miserable como la gobernación por parte de quienes lo
sabían
y no lo denunciaron.
Jaime Richart
El sábado por la noche sentí repugnancia
profunda hacia el periodismo y hacia los periodistas (hacia los periodistas ya
bien situados, unos subvencionados y todos estómagos agradecidos aunque solo sea por el
juego mediático y publicitario que da tanta trapacería), al echar un vistazo a La Sexta Noche. Me
pareció como un auténtico homenaje al partido de gobierno, independientemente del consabido
derecho de todo el mundo a explicarse y a promocionarse en una precampaña o una campaña
electoral.
Porque lo cierto es que, más allá de la
también
consabida presunción de inocencia, todo el país está harto de saber que cientos o no sé si ya miles de miembros del partido del gobierno, imputados o no en el
plano judicial, a juzgar por la profusa aportación mediática de datos, escuchas, documentos,
confesiones y testimonios acerca de su conducta durante los dos o tres últimos años, periodística, pública y políticamente estamos ante una legión de aprovechados o, sin
eufemismos, de ladrones públicos.
Empezando por los sobresueldos del
presidente del gobierno y terminando en las interminables fechorías de ellos que han
llevado al país a la práctica bancarrota. Hasta tal extremo que la crisis financiera mundial a la
que se culpa de la catástrofe, no es en España
una causa sino más bien el efecto de una gobernación miserable a todos los niveles, en unos
casos, y de un consentimiento tan miserable como la gobernación por parte de quienes lo
sabían
y no lo denunciaron. En este pecado de omisión incluyo tanto a políticos del propio partido
del gobierno, como a políticos de la oposición, como a periodistas hartos de saber infinidad de cosas desde hace años,
cuya noticia han ido luego dosificando en función de su interés político y de sus intereses financieros,
comerciales y contables.
Por todo esto siento una profunda vergüenza de que me llamen español.
Cuando la prensa, los canales de radio y televisión debieran hacer en lo
posible opaca su presencia o semiocultar a un canallesco ejército de cínicos y presuntos
corruptos desde el punto de vista penal pero con toda probabilidad o certeza
probados filibusteros, les bailan el agua, les ríen las gracias, les escuchan con respeto y
les ofrecen miles de horas de propaganda; propiciando, con todo ello, un
significativo plus de ventaja sobre los partidos competidores que se asemeja a
la ventaja que durante legislaturas ha logrado ese mismo partido a cuenta de
una probada financiación ilegal y por consiguiente ilegítima.
Peste de ladrones públicos, peste de políticos consentidores y
peste de periodismo proxeneta... Todo esto, sin tener en cuenta la manipulación que periodistas y sociólogos hacen de sondeos y
de encuestas determinando y desviando la intención de voto de una manera artera. Y ello
aunque luego no acierten ni una. De momento, la mayoría (y probablemente todas)
de las preguntas que se formulan en los sondeos se hacen por teléfono, por definición fijo. Y teléfono fijo sólo lo tienen los
privilegiados. A fin de cuentas, ni unos ni otros quieren aventuras
revolucionarias. Y revolución pacífica es lo que este país viene pidiendo a gritos desde hace años.
Por último, políticamente hablando hay muchos damnificados,
y no sólo los partidos perdedores. También lo somos muchos que en 1978 estábamos presenciando lo que
se había
constitucionalmente maquinado (monarquía, ley electoral incluidas) y no pudimos
hacer nada para evitarlo.
DdA, XII/3116
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