Hagamos que los traficantes de personas puedan subir las
tarifas a esos infelices que quieren vivir mejor, y para conseguirlo
están dispuestos a apostar su patrimonio, su vida y las vidas de sus
hijos.
Enric González
El siglo XIX fue un siglo de migraciones masivas. Irlandeses que
huían del hambre, judíos que huían de los pogromos zaristas, chinos que
huían de la miseria e italianos que huían de Italia poblaron Estados
Unidos, e hicieron de ese país la primera potencia mundial. En 1800, el
planeta tenía menos de mil millones de habitantes. El siglo XX volvió a
ser un siglo de migraciones masivas, en parte debidas a la brutalidad de
los totalitarismos, en parte debidas a que el humano lleva incorporada
en sus genes el ansia de ofrecer a sus hijos una vida mejor. En 1900, el
planeta tenía 1.600 millones de habitantes.
El siglo XXI insiste con las migraciones. Pero ahora somos 7.000
millones. ¿Qué vamos a hacer? La tontería de siempre: prohibir. Es lo
que hacemos cuando nos negamos a asumir la realidad. Es lo que hicieron
los estadounidenses hace menos de 100 años. Prohibieron el alcohol y, de
forma más paulatina, drogas como la marihuana y la cocaína. El
resultado de la ley seca lo conocemos. También conocemos el resultado de
la guerra contra las drogas. Miles de billones gastados por los
contribuyentes, cárceles abarrotadas, narcomafias poderosísimas que
devoran países enteros y una oferta inagotable de estupefacientes, más
caros y de peor calidad que si fueran legales. Todos sabemos
perfectamente lo que es criminal. Matar, violar, robar, son delitos
contra la naturaleza humana. Emigrar no tiene nada que ver con drogarse,
salvo en un aspecto: ambos son delitos sólo cuando la sociedad decide
que lo sean.
Pongamos alambradas y muros. Gastemos fortunas en policía y, después,
inevitablemente, en contratos con empresas privadas que prosperarán con
la caza de inmigrantes irregulares. Encarcelemos, repatriemos,
expulsemos. Hagamos que los traficantes de personas puedan subir las
tarifas a esos infelices que quieren vivir mejor, y para conseguirlo
están dispuestos a apostar su patrimonio, su vida y las vidas de sus
hijos. Convirtamos a los traficantes de personas en algo aún más potente
que la narcomafia. Como de costumbre, nos envileceremos hasta donde
haga falta para no tener que asumir lo obvio e inevitable. El mundo es
un artefacto cada vez más complejo. Afrontar la realidad implica
sacrificios, confianza y creatividad, materiales crecientemente escasos
en lo que llamábamos Occidente y escasísimos en la vieja Europa. Nos
cuesta mucho cambiar nuestras vidas y ese montoncito de nostalgias y
prejuicios que conforman nuestro horizonte vital. Cerrar los ojos y
prohibir nos costará, a largo plazo, mucho más.
El Mundo DdA, XII/3067
No hay comentarios:
Publicar un comentario