miércoles, 2 de septiembre de 2015

MIGRACIONES: CERRAR LOS OJOS Y PROHIBIR

Hagamos que los traficantes de personas puedan subir las tarifas a esos infelices que quieren vivir mejor, y para conseguirlo están dispuestos a apostar su patrimonio, su vida y las vidas de sus hijos.

Enric González

El siglo XIX fue un siglo de migraciones masivas. Irlandeses que huían del hambre, judíos que huían de los pogromos zaristas, chinos que huían de la miseria e italianos que huían de Italia poblaron Estados Unidos, e hicieron de ese país la primera potencia mundial. En 1800, el planeta tenía menos de mil millones de habitantes. El siglo XX volvió a ser un siglo de migraciones masivas, en parte debidas a la brutalidad de los totalitarismos, en parte debidas a que el humano lleva incorporada en sus genes el ansia de ofrecer a sus hijos una vida mejor. En 1900, el planeta tenía 1.600 millones de habitantes.
El siglo XXI insiste con las migraciones. Pero ahora somos 7.000 millones. ¿Qué vamos a hacer? La tontería de siempre: prohibir. Es lo que hacemos cuando nos negamos a asumir la realidad. Es lo que hicieron los estadounidenses hace menos de 100 años. Prohibieron el alcohol y, de forma más paulatina, drogas como la marihuana y la cocaína. El resultado de la ley seca lo conocemos. También conocemos el resultado de la guerra contra las drogas. Miles de billones gastados por los contribuyentes, cárceles abarrotadas, narcomafias poderosísimas que devoran países enteros y una oferta inagotable de estupefacientes, más caros y de peor calidad que si fueran legales. Todos sabemos perfectamente lo que es criminal. Matar, violar, robar, son delitos contra la naturaleza humana. Emigrar no tiene nada que ver con drogarse, salvo en un aspecto: ambos son delitos sólo cuando la sociedad decide que lo sean.
Pongamos alambradas y muros. Gastemos fortunas en policía y, después, inevitablemente, en contratos con empresas privadas que prosperarán con la caza de inmigrantes irregulares. Encarcelemos, repatriemos, expulsemos. Hagamos que los traficantes de personas puedan subir las tarifas a esos infelices que quieren vivir mejor, y para conseguirlo están dispuestos a apostar su patrimonio, su vida y las vidas de sus hijos. Convirtamos a los traficantes de personas en algo aún más potente que la narcomafia. Como de costumbre, nos envileceremos hasta donde haga falta para no tener que asumir lo obvio e inevitable. El mundo es un artefacto cada vez más complejo. Afrontar la realidad implica sacrificios, confianza y creatividad, materiales crecientemente escasos en lo que llamábamos Occidente y escasísimos en la vieja Europa. Nos cuesta mucho cambiar nuestras vidas y ese montoncito de nostalgias y prejuicios que conforman nuestro horizonte vital. Cerrar los ojos y prohibir nos costará, a largo plazo, mucho más.

El Mundo  DdA, XII/3067

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