El evanescente Estado
islámico es ya el enemigo de turno a abatir en el Argamenón del terrorismo
cristiano. Y desde entonces, causa, efecto y excusa de todo cuanto los
ejércitos y las policías de los países occidentales puedan cometer en materia
de crímenes de lesa humanidad.
Jaime Richart
Ya es hora de escribir la historia. Al menos por encima y
solo de los hechos esenciales… Hasta entonces y
después de la segunda guerra mundial, el globo vivía en general la paz con los
islotes de violencia bélica que hay que contar siempre en la desquiciada
familia humana; casi todos no obstante, instigados por los dominadores de la
tierra. Pero fue un 11 de
setiembre del año 2001 cuando se dio el pistoletazo de salida para un nuovo
ordine. Ese día, unos misteriosos terroristas de incierta procedencia metidos
en dos o tres aviones civiles, con luz, taquígrafos y profusas cámaras de
vigilancia abatieron ante el mundo entero -tal fue el despliegue de la
visualización- dos rascacielos neoyorkinos más o menos a la hora de entrada al trabajo de los trabajadores
subalternos. La hora H de la F del futuro abierta en aquel momento, acababa
de ser escrita anticipadamente por los cónsules de la Nueva Roma.
Inmediatamente, en
tiempo histórico, un personaje de cómic pero de carne y hueso, un tal
Ben Laden, antes y después del hecho convertido en el nuevo enemigo terrorista,
es el pretexto para invadir y laminar un mísero país asiático: Afganistán. No
mucho tiempo después, otro país próximo, Irak, ése donde se encontraba la
milenaria Babilonia y donde la población vivía en paz, con el viejo y
novedísimo truco del peligro que representaban unas armas de destrucción
masiva inexistentes que se las adjudicaba al gobernante, también es invadido,
saqueados sus tesoros, arrasado y destrozado hasta dejarlo hasta en las heces.
Más tarde, otro país, Libia, es desmantelado desde dentro por las fuerzas
antagónicas que existen siempre más o menos larvadas en toda nación, hábilmente
manejadas por el mando a distancia de la administración que hay a cada momento
en el imperio inevitable. Siria y su interminable guerra civil es otro
resultado de la instigación y el atizamiento desde fuera de la violencia
extrema, a través del último invento: el fabuloso Estado islámico, colofón de
la postrera ignominia occidental cuyo origen puede situarse perfectamente en
la acción abyecta de aquel 11 de setiembre. Pues bien, el evanescente Estado
islámico es ya el enemigo de turno a abatir en el Argamenón del terrorismo
cristiano. Y desde entonces, causa, efecto y excusa de todo cuanto los
ejércitos y las policías de los países occidentales puedan cometer en materia
de crimenes de lesa humanidad.
España, que ha
sufrido trances trágicos posteriores como consecuencia directa o indirecta de
ese espíritu terrorista fabricado y del contraataque adaptado a él, vive
ahora, de consuno con el resto de los países europeos, el momento de una nueva
diáspora histórica. Una oleada de inmigración hacia el continente europeo de
centenares de miles, y pronto millones, de seres humanos en busca de refugio que
ese mismo 11 de setiembre de 2011 empezaron a ser empujados a abandonar el
continente asiático donde ya no crece la hierba. Y a aquellas armas de
destrucción masiva de fantasía que no existían cuando su invención dio lugar a
la invasión de Babilonia, y a ese Estado islámico itinerante que tiene todos
los ingredientes de un nuevo y demoníaco truco, en España se suma un fenómeno
real que no es en este caso una artimaña sino un hecho real. Se trata de que
mientras todo esto relatado estaba sucediendo, una bestia se ha enseñoreado
silenciosamente del país a lo largo de estos últimos treinta años: la
corrupción masiva encarnada por tal legión de malhechores que, ya que hablamos
en clave bíblica, no permite suponer que en el país, entre hombres y mujeres, queden
diez políticos justos.
DdA, XII/3079
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