Einstein decía que los males del mundo no se
deben a los perversos sino a los que les consienten: mantener el peso de esa
idea en la consciencia de una manera prolongada es demasiado oneroso para el
equilibrio mental.
Jaime Richart
Tengo una economía holgada para mis necesidades mínimas, las precisas de un espíritu austero en un cuerpo que
goza de buena salud. Y esto me sucede en tiempos en que la desigualdad, que
siempre ha existido en todas partes, se hace mucho más lacerante en España por tres
causas especialmente: porque se ha conocido el bienestar para todos durante al
menos dos décadas, porque hace mucho que se esfumó el pretexto de que el mérito y el esfuerzo explican y justifican
la promoción social, y porque en fin la inteligencia crítica ha alcanzado un alto
nivel de desarrollo que le hace soportar pero no asumir que los opulentos lo
son, en la mayoría de los casos, por su habilidad para apropiarse de lo público. Entre otros motivos, porque si
el rico rindiera debidamente cuentas al Fisco no podría serlo hasta los extremos
conocidos...
Me gustaría tener una vida en plenitud en lo que me quede de
ella. Pero no puedo conseguirlo. Obvio los males de la humanidad, porque si
me afectasen anímicamente mucho tiempo me aplastarían. Por consiguiente los solapo
como buenamente puedo arrinconándolos en mi consciencia. Pero me es imposible
obviar los de mis compatriotas. Son tantos y tan cercanos los y las que
malviven sin que los poderes del Estado les evite el sufrimiento, que la
capacidad que aún me queda para gozar de la vida está bloqueada por una mezcla de
tristeza y de sublevación tanto interior como externa: dos sentimientos contrapuestos que a
veces me estallan en el pecho. No otra cosa provoca la desmedida ambición y el egoísmo extremo de los potentados,
de los opulentos, de los malhechores públicos y de los consentidores.
Aunque también me llegan de manera punzante cuando quienes forman parte de mi
relación y en lo más trivial de la conversación aflora la aridez de su alma en cuanto se
toca cualquier aspecto de la humanidad doliente o de nuestros más cercanos compatriotas
desheredados de la fortuna y sin esperanza alguna.
Einstein decía que los males del mundo no se
deben a los perversos sino a los que les consienten: mantener el peso de esa
idea en la consciencia de una manera prolongada es demasiado oneroso para el
equilibrio mental. Pero es un principio rector tenerlo en cuenta en aquellas ocasiones que podamos impedir o
evitar el daño. Y con mayor motivo debiera serlo para quienes están al frente de responsabilidades públicas. Pero tampoco se puede
confundir la tolerancia que hacen noble a un individuo o a un pueblo, con el
consentimiento del abuso, de la opresión y de la abyección. Pues esta clase de
permisividad, emparentada con la abulia, con la pusilanimidad o con la cobardía es justo la actitud pasiva a
la que se refiere el genio cuando dice que el mayor daño viene de ahí. En todo caso lo pueblos más desarrollados no se
despreocupan de lo que aun no siendo propiamente suyo está ligado al bien de todos, y por
eso lo protegen de diversos modos. Y es que en una democracia verdadera toda
la ciudadanía se implica para preservar el sistema de convivencia en paz hasta en
la insignificancia.
Los individuos de una sociedad,
en los aspectos puramente biológicos forman como una familia de
puercoespines -dice Schopenhauer: deben estar lo suficientemente lejos para no
pincharse y lo suficientemente cerca para no pasar frío. Las ciudadanas y ciudadanos
de toda sociedad humana responsable saben combinar el respeto mutuo con el
deber de vigilar que la conducta de todos no entrañe peligro para la
colectividad. Claro que para concertarse la ciudadanía en esa tarea, antes debe
sentir ella misma el respeto de los poderes y de las instituciones del Estado,
y más antes todavía tener todas sus necesidades básicas cubiertas. Confiemos que
en España el nuevo impulso democrático llegue con la suficiente
fuerza como para que gobernantes y gobernados comprendan y asuman todo esto.
DdA, XII/3089
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