Llamar arte a un espectáculo
consistente en convertir en carne picada un hermoso animal mientras la
gente se toma un gin tonic, es lo mismo que llamar político al Ministro
del Interior o al presidente Rajoy.
Jaime Poncela
Llamar arte a un espectáculo
consistente en convertir en carne picada un hermoso animal mientras la
gente se toma un gin tonic, es lo mismo que llamar político al Ministro
del Interior o al presidente Rajoy. Todo es cuestión de perspectiva o de
habilidad para las metáforas. La fiesta nacional española ya no son los
toros. La fiesta nacional es desde ahora convertir en carne picada
cualquier principio democrático, programa electoral o división de
poderes. La fiesta nacional es cagarse en la cara de los ciudadanos y
luego dar la vuelta al ruedo como si tal cosa. El espectáculo, promovido
por el PP, se desarrolla en unos despachos tan llenos de moscas y
sangre coagulada como hay en los desolladeros de las plazas de toros.
Todo es mugre, tipos de fuman puros, llevan camisas de rayas
desabrochadas hasta el pecho para enseñar su bronceado de chuloputas y
el medallón de la Virgen del Rocío, y se ríen del dolor ajeno con
chulería grotesca de pintura negra.
Fernández Díaz practicando toreo de
salón en su despacho con el robaperas de Rato, ha sido hasta ahora la
faena más lograda del verano que se ha visto en este ruedo ibérico.
Fernández Díaz, que recuerda un poco a Curro Romero en sus andares, se
encerró en su despacho con un Miura de la ganadería de los Rato
Figaredo, fino de pitones, muy toreado y con bastante peligro según se
dice en varios juzgados y comisarías en los que tienen su foto entre las
de los estafadores más selectos del hemisferio norte. Fernández Díaz,
putero retirado y muy beato a la vejez como buen hidalgo español, es a
buen seguro un enamorado del arte de Cúchares y un defensor de las
banderillas de castigo que él mismo está dispuesto a colocar en todo lo
alto del morrillo a los insolentes que se manifiestan a las puertas del
Parlamento o donde la cosa es parar un desahucio.
El ministro este es uno de los
diestros más reputados de la cuadrilla que lidera Mariano el Registrador
y que tantas tardes de gloria está dando a la democracia española, un
noble toro picassiano que se desangra herido a diario bajo la suerte de
varas que sufre con cada nuevo caso de corrupción o cada vez que un
ministro, movido por una vieja amistad trabada sin duda en capeas de
juventud, se reúne con un delincuente (presunto, no vaya a ser) para ver
qué es de su vida y, a lo mejor, para regalarle un abono de
contrabarrera en Las Ventas desde la que ver juntos la próxima Feria de
San Isidro. Este sigue siendo un país atrasado, sin civilizar como es
debido, lleno aún y para rato de corridas de toros y sinvergüenzas,
unidos ambos por un extraño vínculo que se hace cada vez más sólido en
los palcos de los cosos taurinos, esos lugares con olor a habano,
sangre, sudor y mierda, tan similar al que emanan los despachos y las
acciones de ciertos ministros. Si los toros son arte y una reunión entre
un ministro y un apandador es política, es que nunca he entendido nada.
Artículos de Saldo DdA, XII/3052
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