Está en juego en Cataluña el ejercicio del derecho a decidir
sobre el futuro político del territorio. Pero ese derecho no equivale a una
simple elección de alternativas. El "derecho a decidir" es una
opción genuina que satisface por sí misma la sensa-ción de libertad tanto del
ciudadano corriente para cualquier iniciativa, incluso la de delinquir, como de
quienes habitando un espacio geográfico determinado manifiestan ostensiblemente
el deseo de elegir su destino político. En esto, en el espíritu de la
libertad, apriorística, es decir, antes de materializarse su ejercicio, se
fundan los aparatosos alardes que hacen los voceros de los países llamados
"libres", frente a los totalitarismos de izquierda donde ─según ellos
mismos─ no hay libertad. Pero nuestro sistema, lamentable en tantas cuestiones,
no penaliza los propósitos; al menos hasta ayer. Las leyes penales son de
resultado, no de intención. De modo que perseguir a quienes intentan ejercer el
"derecho a decidir" sería como prohibir al hijo que no ha alcanzado
la mayoría de edad tramitar su emancipación, o impedir al que la ha alcanzado
el abandono del hogar familiar.
Esa actitud hostil contra el derecho no ya a independizarse
sino a tantear la voluntad de los habitantes de Cataluña, dice muy poco en
favor de esta sociedad y de dirigentes ya bastante envilecidos por tantos otros
motivos. En cualquier caso, ¿saben esos autócratas cuántos territorios a lo
largo de la historia hoy son nación porque así lo quiso la mayoría de los que
integraron una colectividad dependiente de otra o sojuzgada por ella?
Por esta manera de responder institucionalmente al asunto negando
a los catalanes ahora ese derecho, para decir lo que voy a decir no preciso
probar nada, pues las pruebas, formales o materiales, sólo sirven a la justicia
ordinaria. A los demás nos bastan la intuición, los indicios, conocer la
condición humana y los comportamientos políticos que se reiteran con pasmosa fa-cilidad.
Lo que hacen los medios de información es poner a contribución simplemente sólo
los detalles. Lo demás lo adivinamos. Pero no era sin embargo necesario ser
adivino para, por ejemplo, suponer, mientras estaba sucediendo, lo que se ventilaba
en miles de despachos. Ni era falta ser un lince para ver, si no el escandaloso
expolio que luego se ha sabido, sí el derroche que vivía este país durante al
menos dos décadas, provocado en buena medida por los propios bancos incitando a
sus clientes a consumir. Y sin embargo, ni la intuición ni las pruebas periodísticas
que han ido llegando después han servido para torcer la voluntad de millones de
votantes que han seguido dando su confianza a malhechores.
La política hace estragos en España como en ningún otro de
Europa; unas veces por el saqueo, otras por la incompetencia, y otras por la
venganza de quienes no soportan la derrota de los suyos en las urnas, o porque
niegan a Cataluña su derecho a decidir. Y de esa venganza esperan sus frutos. Y
los frutos son los votos, tanto de quienes creen que con la facción que gobierna
todo irá mejor, como de quienes piensan que no habrá más incendios forestales
si en el gobierno sigue un escuadrón de cínicos redichos y otro de
descerebrados chabacanos.
De manera que afirmo, sin creer que deba probarlo, que en la
inmensa mayoría de los casos (sabiendo hoy que nada se puede esperar ya de
recalificaciones de terrenos incendiados sencillamente porque se ha agotado el
filón de la fiebre constructora), los incendios forestales en Galicia están
provocados por los perdedores en las urnas, y en Cataluña por los que toman por
anticipado represalias contra su derecho a decidir.
DdA, XII/3046
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