Un fútbol artesano, trabajado y
laborioso jugado por seres humanos normales que tuvieron que aprender a
sobrevivir mientras sobrevivían a duras penas y a las órdenes de un
entrenador tan inteligente como modesto.
Jaime Poncela
Una de las virtudes de la gente de Gijón es que, por lo general, sabe
separar el grano de la paja. O sea, que no suele ser fácil que nos la
metan doblada. La afición del Sporting es un ejemplo claro de esa
capacidad de discernimiento demostrada a lo largo de esta temporada de
Liga que, como todo aquello que merece la pena, ha tenido un final
emotivo y emocionante. Dice uno esto porque los miles de personas que
cada domingo llenan el Molinón, siguen al equipo en sus desplazamientos y
comparten con él triunfos y fracasos, han sabido aguantar el tipo con
entereza apoyando a un grupo humano que empezó pareciendo el ejército de
Pancho Villa y ha terminado ganando más batallas que el general Patton.
Las cosas no son como empiezan, son como acaban. Es fácil decirlo
ahora, pero no lo era el verano pasado cuando el Sporting parecía un
simple equipo de escolares ilusionados dirigidos por su hermano mayor
con la idea no hacer mucho el ridículo y regentados por un consejo de
administración que, salvo honrosas y dimitidas excepciones, ha
demostrado que su única virtud es defenderse a sí mismo y negar la mayor
cuanado se habla de sus interminables cagadas. Este consejo y sus
trapisondas, propias del moroso del 13 Rúe del Percebe, casi llegaron a
contaminar la relación del equipo con su afición. Pero aquí es donde
entra la capacidad gijonesa para no dejarse confundir. Aquí la gente va a
la playa aunque llueva, porque lo esencial es la playa, no el tiempo
que hace; en Gijón se toma media de vino o una sidra con los amigos
aunque el vino y la sidra sean de garrafón, porque importan más la
tertulia y la convivencia que la bebida; aquí seguimos presumiendo de
ciudad aunque esté gobernada por inútiles, porque el amor por Gijón no
se mezcla nunca con las eventualidades electorales; aquí hay gente sigue
riendo y llorando con el Sporting porque, al final, lo que importa es
el fútbol, el fútbol como filosofía básica, como sentimiento colectivo y
como aglutinador ético y estético de una ciudad que, de vez en cuando,
sigue queriendo saber que está viva y se viste de rojiblanca.
La directiva del club estuvo todo el año en la picota y en las
pancartas, pero el fútbol, el fútbol puro y jugado con la cabeza y el
corazón, el fútbol sin colorantes, sin chulerías, sin endiosamientos
estratosféricos y sin gilipolleces periodísticas al uso, ha salvado al
Sporting de una auto profecía de desastre total que estuvo a punto de
cumplirse. Y los autores de la epopeya (no hay victoria que merezca la
pena ser contada si no tiene héroes) son unos chavales que parecen
guajes frágiles, que no se mueven entre flashes y modelos de pasarela ni
viven en exclusivas urbanizaciones, que han pasado meses sin cobrar
como muchos otros pero que han ido cada día a hacer su trabajo. El
resultado de todo eso ha sido el fútbol. Un fútbol artesano, trabajado y
laborioso jugado por seres humanos normales que tuvieron que aprender a
sobrevivir mientras sobrevivían a duras penas y a las órdenes de un
entrenador tan inteligente como modesto que supo transmitir las dosis
justas de escepticismo y confianza, sin meterse en charcos innecesarios
y, como gijonés, separando el grano de la paja una vez más.
El Sporting es de Primera en todos los sentidos. El fútbol ha salvado
al Sporting de sus complejos, de sus maldiciones, de sus dirigentes y
de sus malos agüeros. Al final lo más complicado se resuelve por el
camino más sencillo cuando uno hace lo que tiene que hacer. Enhorabuena.
DdA, XII/3023
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