Millones
de personas silban y silban con muy pocos resultados a la corrupción, a
la pobreza infantil, a la creciente brecha entre ricos y pobres, a los
desahucios, a los despidos laborales, a los empleos de explotación y a
la desesperanza.
Antonio Aramayona
Lo temen algunos, incluidos los amantes de la Patria
y los guardianes de las santas tradiciones, pero a las 21.30 horas del
30 de mayo, sábado, ocurrió ese algo inevitable: al comenzar a sonar la
Marcha de Granaderos o Marcha Real, conocida generalmente como Himno
Nacional de España, decenas y decenas de miles de espectadores silbaron y
pitaron con el ánimo de mostrar su rechazo a tal Himno y al país que
pretende representar.
No es casualidad que la gran
mayoría de esos espectadores silbantes sean vascos y catalanes: ni se
sienten españoles ni quieren pertenecer a la “Nación española” de la que
habla el Preámbulo de la Constitución española de 1978.
Tampoco es casualidad que, tras el bamboleo entre dicha
Marcha Real durante los períodos conservadores y el Himno de Riego
durante el Trienio Liberal y la Primera y la Segunda República, fuese el
dictador golpista Francisco Franco quien lo erigiese en 1937 y 1942
como Himno oficial de España. De hecho, no son pocos los que aún
recuerdan el ingreso bajo palio de Franco en cualquier catedral o
monumento del país a los sones del Himno Nacional o la multitud de
procesiones y conmemoraciones patrióticas en los que sonaba
indefectiblemente y sigue sonando el Himno Nacional.
De igual forma, por mucho que el artículo 4 de la Constitución
actualmente vigente establezca que “la bandera de España está formada
por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja”, no pocos
ciudadanos y particularmente alguna que otra zona del país rechazan de
plano la bandera y el himno españoles. Pues bien, por cuestión de
protocolo, a la entrada del Rey Felipe VI en el Camp Nou sonó el Himno
español oficial, por lo que se armó la marimorena en decibelios de
protesta, con gran irritación de los antedichos amantes de la Patria y
guardianes de las santas tradiciones.
Sería sano y
conveniente evaluar este hecho desapasionadamente, como se mira una
fotografía: gustará más o menos, pero es lo que hay; quisiéramos
aparecer más atractivos, pero la foto, como el algodón, no engaña: somos
así, y no de otra manera, con permiso, eso sí, del Photoshop. Por lo
mismo, en Cataluña y Euskadi hay una considerable porción de catalanes y
vascos que piensan y sienten al margen o en contra de la España
nacional.
Son hijos y nietos del territorio que
otrora fue tildado de separatista judeomasónico catalán o de provincias
traidoras vascas. Machacaron su cultura y prohibieron sus idiomas. Pues
bien, el sábado 30 de mayo encontraron un lenguaje común: silbar y
silbar a unos símbolos, idénticos a los franquistas, de los que abominan
y que no reconocen como propios. Quizá sea ilegal, pero no es un
crimen, sino un hecho social, político y cultural, una fotografía.
Acabó el partido y unos se alegraron, mientras otros se entristecieron.
Al día siguiente todo volvió a la cotidianidad, bosquejando una foto
grisácea, algo maloliente, del conjunto de una península, donde millones
de personas silban y silban con muy pocos resultados a la corrupción, a
la pobreza infantil, a la creciente brecha entre ricos y pobres, a los
desahucios, a los despidos laborales, a los empleos de explotación y a
la desesperanza.
ElDiario.es DdA, XII/3020
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