Frases metafóricas tomadas en un sentido
propio han decidido a menudo el destino de muchas naciones. En Alemania se
inauguró hace apenas un lustro la palabra austeridad aplicada a una política económica que defiende la subida de
impuestos y la reducción del gasto público (conocidos como recortes, cutback en inglés), para las naciones de la
Comunidad Europea. Se supone que, concebida por economistas neoliberales, la
idea es aplicada férreamente por una mujer, hija de un pastor protestante, que al tiempo
que moraliza a la Europa Vieja protege a sus bancos, a su población y al sistema sociopolítico preconizado por su
partido.
De modo que, siendo una
opción voluntaria personal o colectiva que no se presta a ser impuesta, la
austeridad se ha convertido en una palabra maldita en el imaginario del pueblo
español. En la época que vivimos y como consecuencia de factores que precipitan el
fenómeno, se ha subvertido el lenguaje político como se subvierte
alegremente el lenguaje popular. Y en virtud de ello se llama austeridad (que
significa sobriedad, morigeración, sencillez) a lo que en roman paladino es
despojo y privación a inmensas mayorías ahora empobrecidas.
Digo que el significado en esa cuestión está subvertido, porque la
austeridad es recomendable para una vida individual sana de cuerpo y de mente
cuando se dispone al menos de lo indispensable. Y también para la vida del planeta,
pues la producción y el consumo en el sistema capitalista han llegado a extremos delirantes
y lo están convirtiendo en un muladar. Las consecuencias están a la vista en la grave
alteración del clima. De modo que crecimiento y consumo, entendidos en los términos que propugnan los
economistas del pensamiento único dominante: producir sin destinatarios de
lo producido y con unos excedentes que estremecen porque no aprovechan a la
humanidad, es perversión política, social y económica. Como lo es el festín a avanzada edad.
Para superar una crisis que
no es consecuencia ni de una guerra ni de una catástrofe inevitable como el
pedrisco o un seísmo, no es preciso recurrir ni
a los recortes ni al consumo, que son las dos recetas extremas que dictaminan
neoliberales y socialdemócratas. Los primeros a base de privatizar hasta el aire que respiramos con
el impacto consiguiente en grandes bolsas de población excluidas y arruinadas, y los
segundos a base de potenciar lo público y de promover más producción y más consumo porque carecen de
imaginación para resolver el círculo vicioso: "sin consumo no hay empleo y
sin empleo no hay consumo". Pero lo que mueve a sublevación en la sociedad española tenga o no sentido esa
incapacidad para la cuadratura del círculo, son estos datos:
Primero, lo dicho: que la
crisis mundial vivida ha sido provocada a conciencia por redes financieras para
mayor enriquecimiento de unos cuantos.
Segundo, que la crisis se ha agravado en España por el expolio salvaje de las arcas
públicas cometido por sus propios gobernantes, cuyo montante es
equivalente del rescate a la banca.
Tercero, que el gobierno,
la banca y los poderosos en España imponen a las grandes mayorías una privación que no se aplican.
Cuarto, que en España
desigualdad alcanza niveles dramáticos: mientras unos pocos
tienen demasiado, grandes mayorías carecen de todo (por ejemplo, habiendo tres
millones y medio de viviendas vacías, muchos más millones carecen de techo que
no sea de acogida).
Aquí, en todo esto, está el fundamento de la indignación, de la rabia y del odio
redoblados del pueblo. Aquí es donde todos esos forajidos que se hicieron
pasar por políticos al servicio de la sociedad y propalan la idea de que el
marxismo es peligroso (ignorando los necios que la economía moderna no se entendería sin Marx), dan causa a la
revolución. Por eso tiemblan. Que sea pacífica o violenta, también de ellos depende....
Si la voluntad política fuese efectivamente
resolver o paliar la crisis, lo primero que harían los que dicen representar al
pueblo es dar ejemplo de la austeridad que imponen, y luego recurrir a la
inteligencia distributiva; es decir, al reparto más equitativo de lo demasiado producido a lo largo de décadas tras la explosión del capitalismo industrial,
sin cerrar las puertas a un mínimo bienestar a tantos millones de personas
aunque fuese con dinero regalado. Al finn y al cabo nadie, a menos que esté enfermo, desea permanecer ocioso. Y ello aun en el supuesto de
que la ociosidad, habida cuenta los millones de brazos caídos, fuese
condenable, pues algunos, como Bertrad Russell, correctamente entendida, la
defienden (ver "Elogio de la ociosidad").
DdA, XII/3010
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