Hay grupos de presión invisibles, mastodónticos, aparentemente
silenciosos, incrustados en el inconsciente colectivo de un pueblo y de
los individuos que lo integran
Antonio Aramayona
Que si el PP gana aquí y allá. Que si el PSOE, Podemos, IU, Ciudadanos, ganan aquí o allá… Que si cambio u otra ración de lo mismo…
Imagina que estás en una habitación con otras ocho personas. Algunas
son amigas o conocidas. Otras, no las conoces. Os ponéis a discutir
sobre cuál ha sido el ser humano más decisivo en la historia de la
humanidad. Cada una tiene su propia opinión, pero al final todas van
coincidiendo en que fue el pintor flamenco Peter Paul Rubens. A ti te
extraña mucho que Rubens haya obtenido finalmente la unanimidad de todos
los contertulios. Por otro lado, sabes que tus conocimientos sobre arte
y sobre historia y sobre casi todo son bastante someros, por lo que no
te encuentras en condiciones de contrastar tu parecer con las
afirmaciones de algunos, que parecen ser verdaderos expertos en la vida y
la obra del artista, así como en su decisiva influencia sobre la
humanidad. El hecho es que, finalmente, todos han ido reconociendo en
tono muy laudatorio que Peter Paul Rubens es la persona más decisiva en
la historia de la humanidad. ¿Cuál sería tu postura ante semejante
hecho? ¿Te opondrías a la opinión unánime del resto? ¿Manifestarías
abiertamente tu disconformidad? ¿Optarías por callar? ¿Empezarías a
pensar que quizá, o seguramente, aquellas personas tienen razón? ¿Te
encogerías de hombros y te pondrías a pensar en otra cosa?
Una situación similar fue objeto de un experimento realizado en 1951
por Solomon Asch (1907-1996) sobre la conformidad social o la presión de
un grupo sobre las percepciones y actitudes del individuo. Asch situó a
una persona entre un grupo de estudiantes, que actuaban como
“cómplices”, y les mostró una serie de líneas de diversa longitud para
que dijeran, por ejemplo, si una línea era más larga que otra o cuáles
eran iguales entre sí o cuál de entre dos líneas (objetivamente iguales)
era diferente respecto de una tercera. El papel de los cómplices
consistía en dar todos respuestas incorrectas en algunos casos
concretos. Lo que se pretendía experimentar es hasta qué punto los
sucesivos individuos que eran sujetos, sin saberlo, del experimento
resistían o se amoldaban a la presión que ejercía sobre ellos la opinión
de la mayoría dentro de un grupo.
Pues bien, Asch comprobó que el 33% de los individuos sujetos a
experimentación se había conformado con la opinión mayoritaria del
grupo, si bien los resultados variaban según estuviesen presentes
algunos factores. Por ejemplo, los resultados mostraban un grado alto de
conformidad si el sujeto del experimento debía emitir su opinión no al
principio, sino al final (por ejemplo, en penúltimo lugar); la
conformidad decrecía si no había unanimidad entre los cómplices (el
sujeto de experimentación podía entonces amparar su posible opinión
discordante con la mayoría en que “no era el único que así opinaba”); si
una persona realizaba las pruebas sin la presión de un grupo, daba las
respuestas correctas sin problemas. Por otro lado, el 25% de los sujetos
del experimento dio las respuestas correctas a pesar de que el grupo
coincidía por unanimidad en alguna respuesta falsa, y el 75% se amoldó a
la presión del grupo al menos una vez y una buena parte lo hizo en no
pocas pruebas.
El experimento de Solomon Asch no es más que un reflejo y una
confirmación de lo que ocurre a todas horas, día tras día, en la vida
cotidiana: nuestras convicciones, creencias, actitudes, percepciones,
juicios, reacciones, etc. están fuertemente condicionados por la presión
que los demás ejercen sobre cada uno de nosotros. No es preciso para
comprobarlo estar colocado en un pequeño recinto con unas cuantas
personas para ser sujeto de un experimento de psicología social, pues
estamos permanentemente sometidos al bombardeo de la publicidad, la
propaganda, los medios de comunicación, las conversaciones con nuestros
colegas o amigos, etc.
Es costoso y difícil resistir a la dictadura de un sujeto
aparentemente inexistente, pero que tiende a acompañarnos allá por donde
vamos: el sujeto impersonal “se” (“se” dice, “se” piensa, “se”
prefiere, “se” lleva, “se” viste, “se” compra, “se” vota, se”…).
Precisamente porque ese “se” es impersonal y anónimo, no es nadie en
concreto y destaca por su discreción. Si nos adaptamos a sus
recomendaciones, si nos acostumbramos a su compañía, el “se” alivia
nuestra responsabilidad a la hora de pensar o actuar, incluso nos
“impersonaliza”. El “se” puede llegar a ser uno de los factores más
decisivos en nuestras vidas, conllevando además que nada ni nadie podrá
pedirnos cuentas por lo que hacemos o dejamos de hacer, pues ese “se”
nos exime de cualquier responsabilidad personal.
Hay quien –en caso de disentir de la opinión mayoritaria- puede
llegar a pensar que es un “raro” y que algo va mal en su vida y en su
percepción de las cosas para ser tan raro. Un sujeto del experimento de
Asch, por ejemplo, podría concluir que tiene mal la vista y que en
cuanto acabe la reunión tendrá que ir al oftalmólogo. Por lo mismo, si
una persona no está de acuerdo en votar a X (sobre todo cuando la
mayoría -y sobre todo buena parte de sus amistades y familiares- vota a
X), puede quedarse rumiando en su interior si no estará equivocada. La
inseguridad viene a menudo de la mano; de ahí también los sentimientos
encontrados que en numerosas ocasiones tiene disentir para muchas
personas.
Para paliar estas situaciones psicológicas conflictivas, de vez en
cuando hacen su aparición individuos aparentemente cargados de toneladas
de seguridad, aunque no aporten una sola prueba tangible y veraz al
respecto. Como botones de muestra, basta pensar en los astrólogos, los
predicadores de una moralidad que desemboca en premios celestiales y
castigos infernales, o en las declaraciones que el 8 de febrero de 2007
hizo el ex presidente español, José María Aznar, en televisión: “Puede usted estar seguro y pueden estar seguras todas las personas que nos ven que les estoy diciendo la verdad: en Irak hay armas de destrucción masiva”.
Para compensar los estragos causados por personajes de la calaña de
los antedichos, hay quien se limita a recordar lo que yo leía hace ya
muchos años en la pared de una estación del Metro madrileño “200.000 millones de moscas no pueden equivocarse: comamos mierda”.
En otras palabras, en una determinada época el grupo hubiese votado
mayoritariamente por que la Tierra es plana o que la vida surge por
generación espontánea. No obstante, suele cumplirse lo que Tolstoi dejó
escrito: “no hay condiciones de vida a las que un hombre no pueda
acostumbrarse, especialmente si ve que a su alrededor todos las
aceptan”.
“¿Has visto tal película? ¿Qué te ha parecido?”, te preguntan, y la
“opinión pública” que llevas dentro puede condicionar mucho tu opinión
y/o tu respuesta. Una obra de arte es altamente valorada si los
“expertos” la declaran valiosa y los coleccionistas están dispuestos a
pagar por ella una gran suma de dinero. Es posible que tengan razón y
muestres respeto por quienes son una “autoridad” en una determinada
materia, es posible que no seas un especialista en arte, pero también es
posible que omitas manifestar un juicio disonante para no “parecer” ni
“aparecer” como un ignorante o un paleto. Y algo similar puede ocurrir
con la valoración de ciertos hechos, como un atentado terrorista, una
“guerra preventiva”, un partido político, el cambio climático o la
posesión de armamento nuclear. Indirectamente, uno se adscribe a un
grupo, una generación, una cultura e incluso una forma de pensar según
como se viste, se peina y se sale a la calle. Hay grupos de presión que
no se identifican con unos rostros y unas señas de identidad personal.
Hay grupos de presión invisibles, mastodónticos, aparentemente
silenciosos, incrustados en el inconsciente colectivo de un pueblo y de
los individuos que lo integran.
Hay personas dispuestas a morir por una idea o por su respectivo
dios, pues creen que no hay nada más importante en el mundo que esa idea
o ese dios. En la mayor parte de los casos, nacieron en el seno de una
familia que les inculcó unas ideas o unos dioses. Seguramente, si
hubieran nacido en otro rincón del planeta, sus ideas y convicciones
serían muy distintas, pero quizá influirían también con fuerza sobre sus
mentes. Vamos a un supermercado y elegimos una determinada marca de
detergente en polvo o una marca concreta de pasta dentífrica. En nuestro
cerebro bullen quedamente miles de microelementos educacionales,
publicitarios, económicos y culturales que nos mueven a tal elección.
Finalmente, coincidimos seguramente con los gustos, las opciones, las
filias, las fobias y las decisiones de la mayoría de compradores de
detergente en polvo o pasta dentífrica.
Como hemos visto antes, la necesidad de conformidad con el grupo
aumenta si actuamos entre iguales, conocidos o amigos, con los que
tendemos a pensar y comportarnos de forma similar. De lo contrario, nos
veríamos obligados, consciente o inconscientemente, a buscar otros
compañeros o amigos. No es casual, pues, que busquemos relacionarnos con
quienes tienen ideas, creencias, gustos y sensibilidades parecidas a
las nuestras, así como adscribirnos y pertenecer a esos grupos. Incluso
hay quien sufre una especie de delirio autoalienante respecto de alguien
a quien se admira mucho o se tiene en mucho valor. Si tengo algún
“ídolo” cercano al mundo punk, me vestiré, me peinaré, pensaré, me
comportaré y… compraré música punk.
Que si el PP gana aquí y allá. Que si el PSOE, Podemos, IU, Ciudadanos, ganan aquí o allá… Que si cambio u otra ración de lo mismo…
(Diré finalmente que, aunque haya disentido de lo que mis otros nueve
contertulios afirmaban sobre la longitud de las líneas que nos mostraba
el experimentador, antes ya estaba indeciso, pero ahora ya no estoy tan
seguro de que mi decisión haya sido acertada).
DdA, XII/2994
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