La gran paradoja es que el control gubernamental casi absoluto sobre los
grandes medios tradicionales se da precisamente cuando menos
importancia tienen
Pere Rusiñol
La libertad de expresión y de información en España
empieza a parecerse al derecho a la vivienda: grandes y rimbombantes
palabras en la Constitución, pero una legión de desahuciados en la vida
real.
El penúltimo: Jesús Cintora, periodista que
había doblado la audiencia de Las Mañanas de Cuatro al tiempo que el PP
le acusaba hasta de haber inventado a Pablo Iglesias, ha sido enviado a
una unidad interna de reeducación a hacerse la autocrítica con un
insólito comunicado de Mediaset que no hubiera desentonado en el Pravda.
El retroceso en España de la libertad de información en
los medios tradicionales –en teoría, un pilar básico de la democracia
misma, según la tradición liberal– es una de las características de la
legislatura que agoniza: jamás el partido del Gobierno había tenido en
democracia un nivel tan extraordinario de control sobre los medios. No
sólo sobre los públicos, sino también sobre los privados, cuya extrema
precariedad económica ha agravado enormemente su dependencia del poder
(político y financiero, valga la redundancia).
La
vocación semitotalitaria del PP en los medios públicos es evidente y
basta con fijarse en sus emblemas: TVE y Telemadrid. Ante las pésimas
expectativas electorales que apuntan los sondeos, Mariano Rajoy recuperó
a los artífices de la TVE de los estertores de Aznar, los que en
vísperas de las elecciones de 2004 trataron de convencer a España de que
el terrible atentado era obra de ETA. Y Telemadrid, de la que Esperanza
Aguirre sigue presumiendo como modelo, es lo más cercano que hay en
España a una televisión de partido: en 2012 fulminó al 85% de la
plantilla y ahí quedaron apenas unas unidades de choque dirigidas por el
exjefe de prensa de Aguirre, el exjefe de Gabinete de Ignacio González,
y las exjefas de prensa de Jaume Matas, Miguel Arias Cañete y José
María Michavila, entre otros. Así es el “liberalismo” cañí de Esperanza
Aguirre, que luego se rasga las vestiduras con Venezuela.
El gran salto cualitativo, que remata la penosa situación del panorama
mediático en España, es la supeditación al Gobierno de los grandes
grupos privados, ya sin apenas excepciones, ahogados por la terrible
situación financiera que atraviesan. Todos los gobiernos han intentado
influir en los medios privados y todos han tenido plataformas afines,
pero siempre habían tenido que lidiar también con grupos críticos ajenos
a su control. Esto es lo que ahora se ha acabado: hoy todos los grandes
grupos privados de comunicación están, de alguna u otra manera, de
rodillas ante la Moncloa.
El año pasado, coincidiendo
con el proceso de sucesión al frente de la Jefatura del Estado, el
régimen blindó las cúpulas de los tres grandes diarios de España, que
cambiaron de director de manera aparentemente inconexa pero casualmente
todos a la vez y en la dirección que pretendía la Moncloa: El País
descabezó a toda la cúpula que había publicado los papeles de Bárcenas;
La Vanguardia, al director que La Zarzuela y La Moncloa culpaban del
giro soberanista del venerable periódico de la burguesía catalana, y El
Mundo se desembarazó de su incómodo fundador, Pedro J. Ramírez,
auténtica pesadilla de Mariano Rajoy y su equipo.
Los
otros dos grandes diarios de Madrid estaban ya en buenas manos y, por
tanto, siguieron tal cual: al frente de ABC, un periodista capaz de
poner su firma a un artículo como Menos mal que estaba Rajoy; y como director de La Razón, directamente el exjefe de Gabinete del presidente (y exdiputado del PP).
Este es el marco general de los medios privados en España que se
construyó en 2014 por arriba, entre los principales directivos de los
medios. Y ahora, a medida que se acercan las elecciones generales y el
PP ve con estupefacción que sus expectativas electorales no mejoran, se
ha empezado también a moldear por abajo; es decir, entre los periodistas
que cubren la información a ras de suelo: pase a la reserva de Cintora
justo después del fiasco de Rajoy en Andalucía, depuración de
corresponsales incómodos en TVE, limpieza de la sala de prensa para
facilitar las comparecencias tras el Consejo de Ministros...
La teoría liberal sobre los medios sirve perfectamente para explicar
las causas de la hecatombe mediática y la supeditación al poder: el
prerrequisito para la libertad de información es contar con empresas de
comunicación solventes, con la cuenta de resultados saneada para poder
lidiar mejor con las presiones. La realidad es que todos los grandes
grupos de prensa están hundidos y, por tanto, completamente a merced del
poder, como se expuso en un panel reciente sobre poder financiero y
periodismo en el XVI Congreso de Periodismo Digital, en Huesca.
El hundimiento arranca de los excesos del capitalismo de casino, cuando
la borrachera del crédito barato provocó deudas inasumibles en empresas
cuyas unidades de negocio tenían superávit. El caso del Grupo Prisa, el
principal grupo de comunicación de España, es ilustrativo: llegó a
acumular 5.000 millones de euros de deuda al tiempo que sus buques
insignia –El País y la Cadena SER– batían récords mundiales de
beneficios. Cuando llegó el crash, las deudas fueron reclamadas y, al
ser su devolución imposible, se conmutó deuda por acciones, y la gran
banca se quedó con todos los grandes medios españoles, casi sin
excepción.
Que la banca sea propiedad de los medios
privados en un contexto como el actual, de crisis sistémica y de “unidad
de acción” entre la banca y un Gobierno que tiene como ministro de
Economía al exjefe de Lehman Brothers en España, es ya una limitación
insalvable para la libertad de prensa dentro del modelo liberal clásico.
Pero es que, además, al hundimiento como consecuencia de la bola de
nieve de la deuda se le suma la destrucción del modelo de negocio
tradicional de los grandes medios.
Para hacerse una
idea de la magnitud de la tragedia –y de la rapidez del hundimiento–,
basta con el ejemplo de El País, en tanto que gran periódico de
referencia en España: la cifra de negocios de la empresa editora pasó de
410 millones de euros a apenas 176 entre 2007 y 2013 –¡sólo seis años!–
con una facturación publicitaria que cayó en el mismo periodo de 217
millones a 78. En una década (2004-2014), el diario de Prisa ha pasado
de unas ventas medias de 469.000 ejemplares a 259.000, según la OJD.
Si esto le ha sucedido al primer periódico de España, es fácil imaginar qué ha pasado con los demás.
Según las estimaciones de Infoadex, el conjunto de la inversión
publicitaria en los diarios españoles pasó de 1.155 millones de euros en
2008 a 454 en 2013 (-61%). Y la evolución ha sido casi tan dramática
también en la radio, donde cayó de 476 a 239 millones (-50%) y en la
televisión, que pasó de 2.307 a 1.191 (-48%).
El
impacto de estas cifras, ya de por sí contundentes, es todavía peor de
lo que podría parecer por otra circunstancia que ayuda a entender por
qué la sumisión al poder alcanza incluso a Mediaset, el grupo mediático
más rentable, que sigue siendo un gran negocio para sus accionistas: la
caída brutal de la publicidad no sólo ha hundido los ingresos, sino que
simultáneamente ha acrecentado todavía más el poder de los pocos
anunciantes que quedan en el tablero, básicamente el Gobierno y el
núcleo duro del Ibex 35.
En pleno Titanic, el único
flotador a disposición de los editores es la publicidad institucional
–de reparto absolutamente opaco y discrecional a manos del Ejecutivo–,
que incluso se ha incrementado, y la procedente de unas pocas compañías
del Ibex 35, entrelazadas en el accionariado y que muy a menudo actúan
con “sentido de Estado” en coordinación con el Gobierno.
El Gobierno y el núcleo duro del Ibex siempre han sido anunciantes
clave para los grupos privados de comunicación, pero ahora han pasado a
ser prácticamente la única publicidad asegurada a medio plazo para unos
medios desesperados que ven cómo se secan, drásticamente y de forma
simultánea, todas sus fuentes de ingresos.
De ahí la
importancia de la rendición de Vasile y de Mediaset: si hasta la
televisión más rentable sacrifica a sus hijos para calmar a los dioses,
¿qué esperar de todos los demás? La entrega de la cabeza de Cintora es
un mensaje inequívoco para el resto del sector en el superaño electoral
con la irrupción de nuevas fuerzas que ponen en duda no sólo la
continuidad del Gobierno sino hasta del régimen: ahora ya todo el mundo
sabe –empezando por los primeros ejecutivos– que la cosa va en serio.
La gran paradoja es que el control gubernamental casi absoluto sobre
los grandes medios tradicionales se da precisamente cuando menos
importancia tienen: las grietas en el ecosistema mediático tradicional
creadas por los nuevos medios independientes –como eldiario.es,
Alternativas Económicas, Mongolia y muchos otros– son cada vez más
profundas. Y cuanto más se arrodillen las grandes corporaciones
mediáticas, más fuerza tendrán los nuevos medios independientes.
A lo mejor era este el objetivo último de los “liberales” del PP y no
nos habíamos dado cuenta: ayudar a crear un ecosistema mediático
auténticamente liberal.
ElDiario.es / DdA, XII/2965
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