Lazarillo
Si hace unos pocos días me afectó más de lo que imaginaba el repentino fallecimiento de Moncho Alpuente, con quien despunté al periodismo en aquel Madrid postfranquista de la segunda mitad de los setenta, hoy este Lazarillo se ha sentido muy reconfortado con el artículo escrito por su hija Bárbara y que aparece publicado en Público.es. De no haber conocido al protagonista, su querido padre, también me habría conmovido lo que de modo tan elocuente y emocional cuenta su hija, pero al darse la circunstancia de aquella vieja amistad -cuando ambos empezábamos en el oficio y esperábamos del país quizá todo menos lo que estamos viendo-, el artículo de Bárbara me ha impactado como hacía mucho no lo hacía un texto periodístico. Como estoy seguro de que Moncho sabía de la entidad del corazón y la palabra que su hija tenía y manejaba, no se habría sorprendido de que Bárbara llegara a conmover hasta tal punto a sus lectores con esta semblanza de su padre que parte como referencia del gran poema de Jorge Manrique. Personalmente se lo agradezco mucho, porque en esta hora del adiós me ha acercado la imagen, los valores y humanidad del ausente como si el que fue, hace cuarenta años, hubiera siguido habitando en la memoria que de él nos ha dejado su hija. Añado la referencia al artículo de Wyoming, que tanto disfrutó de Moncho en vida y obra, y que con el título Cuando el verso es un tirachinas ha publicado InfoLibre.
Si tuviera el conocimiento poético que tenía mi padre, escribiría unas coplas a su muerte, como hizo Jorge Manrique, pero vais a tener que conformaros con esto.
Escribo envuelta en la perplejidad absoluta, invadida por una
inquietud crepuscular, desde un infierno intermitente del que ahora
salgo a coger aire para despedirme de mi padre.
Moncho, mi padre, se fue en la madrugada del 21 de marzo, y os
confieso que todavía estoy esperando a que vuelva. Siento como si
hubiera salido a pasear por Malasaña a saludar a los camareros y
vecinos, a tomarse un chupito (o alguno más), a charlar con quien
encontrara en su camino, a sonreír a los que se le acercaran, a contarle
los secretos de Madrid a los parroquianos del Palentino, a jugar al
ajedrez en el Estar, a celebrar la vida con su pandilla de la calle del
Pez, a contarme qué estaba escribiendo, a recitarme versos de Góngora,
Cervantes o Boris Vian, a comerse unos callos en el Bocho y charlar con
Luisi, María y Loli, a sentarse en la terraza de Lamucca e ir recibiendo
amigos durante horas hasta que oscurecía. Siento que ha salido del
tiempo, pero solo un ratito, y que volverá a darme un abrazo y a
contarme qué pasa al otro lado, por muy ateo que fuera, y a sentarnos en
el jardín de su casa, ahora que empieza la primavera; a leer juntos, a
escribir nuestras cosas y enseñarnos el trabajo según vamos avanzando, a
verle pelear con Internet, porque mi padre era de esos que cuando salía
una publicidad de “Introduzca aquí su móvil”, él iba y lo introducía.
Siento que está aquí conmigo, sentado en el sofá, bajo su manta de
cuadros, siempre con un libro entre las manos, y me parece oír su tos de
fumador; esa que me tuvo en vilo media vida y que ahora incluso echo de
menos.
Me pasé la infancia escuchando eso de “ayer vi a tu padre en la
tele”, que me decían casi a diario en el colegio. Y a menudo lloraba al
verlo en la pantalla, porque por mucho que extendiera los brazos, no
podía traspasarla para abrazarlo. Y así estoy ahora, llorando
desconsolada porque por mucho que extienda los brazos, no consigo llegar
hasta él.
La primera vez que me llevó a Radio El País a presenciar su
programa, entré en directo sin ser muy consciente de lo que hacía y le
pregunté sorprendida: “Pero papá, ¿a ti te pagan por hacer esto?” Y sí,
le pagaban, cada vez menos, por hacer lo que más le gustaba en el mundo:
hablar, escribir y provocar carcajadas.
Supe que mi padre no era un súper héroe el día que pretendió coger un
atajo para volver al faro de Ons, donde nos alojaba el farero Fernando
Liste cada verano, y descubrí que nos habíamos perdido. Estábamos en
mitad de un cementerio completamente desorientados, por mucho que él se
resistiera a reconocerlo. O cuando tras animarme a que subiera a la
montaña rusa del parque de atracciones para perderle el miedo, le vi
vomitando tras un árbol porque el que se había mareado era él. Conocía
sus fragilidades y aprendí a protegerlo, así como hicimos todos, porque
mi padre, más allá de la figura mediática, también era un hombre frágil,
y con un una enternecedora sensibilidad. Por eso era capaz de destrozar
a Esperanza Aguirre en un soneto y luego tratarla con respeto cuando
coincidían en alguna tertulia de radio.
Pasó sus últimos días mirando el mar, tomando notas, siempre pensando
en un siguiente proyecto… Y me pregunto, papá, en qué proyecto andas
ahora. Nosotros lo tenemos claro; nuestro proyecto es aprender a vivir
sin ti, porque se puede, ya lo sé, pero no va a ser tan divertido.
Mi padre se fue de madrugada a tomarse la última al otro lado, junto a
su amigo Almazán, Barquín, Camacho, Aparicio, y tantos otros que, como
dicen, también se fueron demasiado pronto.
Y aunque él no creía en el cielo, me gusta imaginármelo allí;
preguntando en la barra qué clases de whisky tienen (si en el cielo no
hay un bar, la resurrección de mi padre será inminente), sentado tras un
ventanal para observar a la humanidad, y comprobando que aquí abajo nos
hemos quedado en blanco y negro.
Lo recuerdo levantando la mirada del libro para vigilar a los
pájaros, a los que sabía distinguir por su canto y plumaje, y gritándome
desde el jardín: “Bárbara, ven, mira qué color tienen las nubes…” Y yo
acudía corriendo, me abrazaba a él y permanecíamos en silencio, sin
imaginar que aquel sería nuestro último atardecer juntos… Al menos en
vida.
Dicen todos que se ha ido demasiado joven. No sé muy bien quién
decide a qué edad hay que morirse, aunque seguro que pronto existirá una
ley para legislarlo. (que, como buen ácrata, se habría saltado con
alevosía) Pero si os digo la verdad, intuyo que mi padre se ha largado
cuando le ha dado la gana.
Moncho Alpuente deja a medias un musical sobre Franco, varias obras
de teatro, proyectos de libros, uno de ellos en común, varios sonetos y,
lo más importante, nos deja a medias a todos.
Quiero dedicar estas líneas a Chari; la mujer de su vida, a su
familia, a su pandilla de los martes, a los amigos del Estar, a los
compañeros de profesión, a los lectores a los que tanto afecto tenía, a
los espontáneos que se acercaban a él en Las Canteras, a sus magníficos
músicos, a mi madre, por haberle elegido para ser mi padre, a mis
amigos, que me acompañáis en cada latido, a todos los segovianos,
malasañeros y gallegos (Menos a Rajoy), a sus chicas, y a tantos que
sois y que sabéis que hablo de vosotros. Gracias por tanto cariño, por
tanto respeto, porque dentro del abismo anímico hacia el que me
precipito irremediablemente, sé que esto sería mucho más difícil sin
vosotros.
Adelante, papá, la carretera nacional es tuya. Y la eternidad.
Público.es /DdA, XII/2958
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