Los colegios profesionales y sus códigos deontológicos no parece que hagan gran
cosa para evitar la noticia a menudo tergiversada, ni opiniones deliberadamente fundadas en noticias mentirosas, deformadas o exageradas
Jaime Richart
Vengo
escribiendo últimamente sobre el periodismo y los periodistas, y no precisamente
para elogiarles. No deseo constituirme en su azote, pero desde luego si políticos y economistas que se
expresan como oráculos de la democracia deben mirárselo por razones varias, el
periodismo es la primera
superestructura de poder que debiera encabezar los cambios de mentalidad y prácticas que este
país necesita para integrarse en un espíritu auténticamente europeo. No está a
la altura.
A menudo se oye decir que en este país tenemos a los gobernantes que
merecemos, y desde luego la decisión de los votantes, reforzada
por una lamentable ley electoral, así lo viene demostrando, pues pese a conocer la pésima
índole de muchos políticos la gente les ha seguido votando. Y esto es muy
grave. Grave, como ha de serlo para un psiquiatra que el paciente antes que un
plato de comida apetitoso prefiera la bazofia. Por eso digo ¿tenemos el periodismo y a los
periodistas que merecemos? Porque es mucho suponer en España que, teniendo una corrupción de unos niveles desconocidos en
otro país del sistema, tengamos un periodismo y a unos periodistas de talla. Que los hay, vaya si los hay,
pero a menudo en un segundo plano. En primer plano están otros, esos que
fabulan, difunden libelos y maquinan.
Los Colegios profesionales y sus códigos deontológicos no parece que hagan gran
cosa para evitar la noticia a menudo tergiversada, ni opiniones deliberadamente fundadas en noticias mentirosas, deformadas o exageradas. Sabemos que sólo existe la realidad que
leemos, oímos y vemos a través de los soportes del periodismo. Pero también, que
la realidad es a menudo más la fabricada por ciertos periodistas que la realidad
"real". Unas veces porque se la inventan, otras porque desorbitan los hechos,
otras porque la ocultan a conciencia y otras porque la dosifican en
función de intereses de grupos sociales y de poder.
Los periodistas, como todo el mundo, tienen
derecho a opinar y a tener su propia ideología. Faltaría más. Pero servirse de
la profesión que pone en conocimiento de la ciudadanía los hechos relevantes o
hace relevante, sin más, una minucia para debilitar la causa de los adversarios
políticos y al tiempo manejarla como
propaganda de la personal ideología del periodista que opina, no es propiamente
periodismo, por no decir que es una bajeza. Desde luego es tan miserable que no
merece homologarse con el de otros países europeos.
Entre otros muchos aspectos desde los que
tratar al periodismo está el consabido mantra del “deber de informar”. Pero algunos periodistas
"estrella" carecen de la perspectiva de sí mismos. Por eso no se percatan de que lo mismo que ellos dicen
que los gobernantes nos toman por tontos, ellos también nos toman por lo mismo.
Pues es evidente que aparte de ese deber de informar, eje del periodismo, se atribuyen
otro de mucho mayor calado: el “deber de opinar”. Y además, en estos tiempos de gigantesco
avance tecnológico, un "deber de opinar" desde cajas de resonancia (radio y televisión) cuyo impacto en la opinión
pública va mucho más allá que el efecto que causa la prensa impresa abocada por desgracia a la caducidad cercana.
Sabiendo como sabemos que el "deber de
opinar" significa poner en marcha corrientes de opinión, los periodistas que no se ciñen al principal “deber de informar” se convierten en predicadores y
en ocasiones en telepredicadores de pensamiento neoliberal. Y a veces periodistas de
campanillas con esa agresividad más propia del policía dedicado a sacar a golpes en
un calabozo al detenido verdades donde no las hay, que no hacen periodismo
sino sevicia. De campanillas, por cierto, porque una determinada televisión, una cadena de radio, o todo el
emporio mercantil y mediático al que pertenecen se las han puesto gratuitamente a su servicio para que den rienda suelta a sus veleidades y a prolegómenos introductorios
de su mentalidad ultraliberal.
Empezamos
porque el deber de informar y comunicar se compadece con el deber de opinar
que además aspira a convertirse en corriente de opinión en materias generalmente muy
graves. Y aquí el periodista patina a menudo con la percepción general que el conjunto de la
ciudadanía tiene respecto a los preceptos deontológicos. Si al ciudadano y a la
ciudadana sólo se le diera la información puntual sobre un hecho o
acontecimiento concreto sin ampliarlo con el punto de vista editorial del medio que lo divulga, la
ciudadanía se haría una idea neutra de lo transmitido como noticia. Pero si a renglón seguido de la noticia el
periodista opina, dada la proyección e influencia que tiene todo
parecer expresado por megafonía de los potentes medios audiovisuales, la
opinión se convierte a su vez en un instrumento no sólo de influencia sino también de poder directo.
Soltar en el espacio un libelo es fácil y
cuesta muy poco, por ejemplo. Otras veces es el libelo que hay en un adjetivo.
Porque ¿por qué, por ejemplo, con qué bases, con qué criterio deontológico un periodista califica de “indeseable” a un jefe de gobierno de otro país o denigra a un sistema político según la noticia de agencia o las
denuncias transmitidas a esa agencia por la oposición sin escrúpulos de ese mismo país? ¿No es más cierto que España
misma, vista por la oposición política y por el conjunto de la ciudadanía como
pueblo podría ser vista como una democracia tercermundista o un sistema
totalitario por la mayoría absoluta? ¿No es evidente para el periodismo
preponderante que "esto", lo de España, pueda ser visto desde fuera
como un gobierno represor, amigo de los ricos y enemigo del pueblo? ¿No está
en juego una ley electoral que ha venido favoreciendo la agrupación de las
ideas políticas sólo en dos bloques férreos? ¿No se ve que el abuso de poder
durante décadas y las mayorías absolutas logradas con engaños del partido de
este gobierno han sido instrumentos de enriquecimiento (lícito e ilícito) de
minorías concretas, que a su vez ha empobrecido o arruinado a medio país y
perseguido a los opositores en la calle, en los parlamentos y en los
despachos? ¿No se supone que el periodista agota su deber de información con la
noticia, y quienes en su caso han de adjetivarla son los lectores, los
radioyentes y los televidentes? Porque todo lo que de pésimo sucede en España
es debido al protagonismo de demasiadas gentes indeseables. Y no ver la viga
en el ojo propio y resaltar constantemente la viga en el ajeno no es propio
de un periodismo de altura, sino de un periodismo al nivel de la mentalidad de
hace por lo menos medio siglo...
Por
otro lado, un estrecho corporativismo obliga a periodistas que incluso ya
están fuera de la oficialidad y se sostienen a duras penas en medios digitales
alternativos no sólo a dar por buena la noticia de supuesta relevancia de otro
colega. Por lo que vemos, también obliga a seguir la misma estela de las exigencias
inusitadas formuladas a un político de nuevo cuño para que acredite extremos
que hasta ahora a ningún otro político o gobernante de los dos principales, ese
mismo periodista había exigido con semejante saña y denuedo.
Concluyo
con lo siguiente: Primero, que es palmario que los Colegios profesionales del periodismo
no son exigentes con la forma de actuar de ciertos periodistas que mienten
directamente, o indirectamente con medias verdades; o bien sobredimensionan
datos relativamente acreditados que las convierten en mentira.
Segundo, que forma parte de los
detestables monopolios y oligopolios mercantiles mantener en constante primera
fila a periodistas "estrella" que brillan más por su mala catadura
que por el rigor y la calidad de sus noticias y opiniones, cerrando el paso a
la promoción de nuevos periodistas con ideas más aperturistas y avanzadas y
menos gremiales y endogámicas.
Tercero, que ciertos periodistas justifican su exigencia a líderes de formaciones que ni por asomo han gobernado
todavía, la misma ética que ellos exigen a los gobernantes y políticos de hoy
y de ayer. Sin embargo esos "algunos" periodistas españoles
pisotean los principios éticos de la contención, del rigor y de la excelencia.
En todo caso, se parte de un
supuesto incontestable, cual es que el nivel de democracia de un país se mide
por el grado de independencia entre de los tres poderes del Estado que en España
es casi ficción. Pues bien, en España el cuarto (o primero), el periodismo,
habida cuenta la manifiesta pasividad en materia ética y moral de sus Colegios
profesionales, lo mismo que los que viven al borde de la ley, parece conformarse
en términos generales con el mínimum del mínimo moral que es el Código
penal... Sí, hay que reestructurar la Deuda, pero también reconstruir de
arriba abajo a toda España…
DdA, XII/2934
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