Empleo
o trabajo en la sociedad responden a dos criterios exclusivamente: el de necesidad o imprescindibilidad y el de
contingencia o prescindibilidad. Los trabajos imprescindibles sólo pueden ser realizados por especialistas: desde la
elaboración del pan hasta la construcción de la vivienda. Los prescindibles son inventos de
la comodidad y del lujo: todos los demás. Respecto a los primeros, el número de los expertos es considerablemente superior al necesario. Pero
el número de los segundos es mucho mayor. En general
pueden crearse cuantas tareas desee la comodidad o quehaceres sea capaz de costear
el lujo. Pero todos están
inventados y ya no cabe ni uno más. Sin embargo cuando gobernantes y economistas hablan del asunto, los
primeros se limitan a dar cifras estadísticas y a formular pomposamente
expectativas (más bien deseos exentos de fundamento), y los segundos, a
dictaminar lo que hay que hacer para crear empleo aunque se equivoquen todos una y otra vez. Pero ni los unos ni los
otros señalan qué
clase de empleos pueden crearse ni en qué sector
productivo son posibles. Y es, sencillamente, porque el mercado de trabajo, circunscrito casi
exclusivamente a los servicios para los que la mayoría de las veces vale todo
el mundo,
está absolutamente saturado.
Y para colmo la ideología neoliberal reinante y a su rebufo también la socialdemocracia, consideran que la burocracia y el funcionariado son un tumor a extirpar; si bien es evidente que todos los representantes públicos de ambas ideologías se sirven personal y obscenamente de la una y del otro. Chófer, secretario, subsecretario, conserje, mecanógrafo y personal subalterno trabajan para ellos, siendo así que los servicios que les prestan podrían perfectamente realizarlos ellos mismos. Y siendo así que al común de la población le exige que cree o que busque empleos imposibles. La inmensa mayoría de bienes ofertados son prescindibles: desde el coche al teléfono, desde el televisor a la cámara fotográfica, desde el perfume al bolso de Vuiton. Además, en la mayoría de los puestos de trabajo ya existentes la finalidad consiste en vender. Vender artefactos o vender futuro. Y gran parte de ellos, en acosar al personal (que dada la configuración actual de la sociedad estrechamente ligada a la comunicación somos todos), para hacerle sentir la necesidad de cosas o servicios que el comprador no necesita y a los que por tanto puede renunciar.
Menos mal que poco a poco las jóvenes generaciones han comprendido que son más placenteros los quehaceres sencillos de la lectura, la música, la conversación, la poesía o la caminata y el pensar que dejarse la vida en buscar o crear quimeras, es decir, empleos imposibles o dignamente remunerados. Y mientras tanto, a millones de personas se les niega lo imprescindible: alimentos, luz, agua, un techo, la cirugía o el medicamento oportunos.
Es cierto que a medida que el "progreso" progresa, lo que ayer era prescindible hoy es necesidad. Pero en esto consiste básicamente la deseable restructuración de las sociedades y la asignación al mercado de un valor subordinado y vicario, así como la defensa frente a él y el diseño de una sociedad nueva. Pues si el individuo no puede poseer lo que para otro es imprescindible, una reeducación inteligente le permitirá ir cediendo poco a poco a la presión del deseo y renunciará a ser dominado por el deseo. El transporte público, el televisor y la internet podrían ir gradualmente haciendo que las necesidades artificiales individuales cedan y se satisfagan colectivamente hasta hacerlas absolutamente prescindibles y no padecer por carecer de esas prestaciones individualmente.
La maldición bíblica "ganarás el pan con el sudor de tu frente", el anatema de San Pablo: "el que no trabaje que no coma", el dicho derivado de ellos instalado en la mentalidad judeocristiana, "la ociosidad es la madre de todos los vicios" y el lema de cuño relativamente reciente "el tiempo es oro", tienen la culpa. Habrá hecho mucho bien durante épocas, pero también todo el daño posible después para dificultar o impedir una sociedad racional e inteligente en la que la felicidad al alcance de todos sea posible. Pues bienes básicos hay para todos: hay millones de casas vacías, alimentos hasta destruirse con el fin de mantener o elevar los precios, hay maestros, médicos, ingenieros y toda clase de especialistas preparados para hacernos más grata la vida. Porque no hemos venido a la vida para sufrirla. Estamos aquí para ser felices y para hacer felices a los demás. Sin embargo este sistema fallido no sabe qué hacer con todo eso, con toda esa riqueza humana y con todos los bienes imprescindibles y ya también con los superfluos. No sabe cómo emplear aquélla ni cómo distribuir estos equitativamente. La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerido para asegurar lo vital. Sin embargo, el tiempo libre produce miseria por todas partes en lugar de ser una fuente de felicidad universal, y millones sin techo que no sea prestado sobreviven sólo alimentados por la obsecuencia. ¿Podemos imaginar algo más insensato?
"La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos, salvo los que lo son precisamente por haberlo aprovechado para su bolsillo. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajaban doce horas al día. Cuando los entrometidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Hoy el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de la confusión económica". (Bertrand Russell. Elogio de la ociosidad).
La ley es implacable. Pero es una ley maquinada precisamente por los que no precisan respetarla ni trabajar para vivir, porque de una manera sofisticada, indirecta y muy alejada del foco del dolor viven de los réditos que genera el trabajo ajeno. Esa ley nos rige porque de ella obtiene mayor cantidad de riquezas unas porciones de la sociedad, las cuales potencian el gozo por la sola idea más o menos consciente por su parte de que los demás no pueden disfrutarlas; del mismo modo que purga la cordura ajena la terrible cordura del idiota.
El principal problema que presenta la nueva sociedad está en los llamados "bajos menesteres". Esos que no quiere nadie. Esos que quizá hacen sentirse prostituidos a quienes se ven obligados a realizarlos. Pues ¿quién recoge la basura? ¿quién limpia los retretes? ¿con qué criterio que no sea el rotativo se resuelven esas actividades penosas pero imprescindibles para la colectividad? Pero dejando a un lado este espinoso aspecto de la distribución del trabajo, lo cierto es que es perentorio idear la fórmula que permita a todos los seres humanos una vida que disfrutar y no para padecerla. En todo caso, el principio que mejor se encuadra a los tiempos que vivimos es que el modelo superior de convivencia está por establecerse. Quizá no sabemos todavía lo que queremos, pero sí, ya, lo que ni queremos ni nos conviene. El sistema y el modelo, los distintos modelos, se han agotado. Tanto el neoliberalismo y la privatización salvaje aneja como la socialdemocracia y su debilidad ante el neoliberalismo han fracasado. Ya no hay empleos que crear, ya no hay actividades que inventarse que no sean de coyuntura e irrisorios. Y encima se oponen las mayorías políticas a la creación de más funcionarios, de más burocracia. Ni saben ya a qué llaman riqueza. Ni si quiera saben que la riqueza empieza por una adecuada educación en los valores eternos de la cooperación, de la amistad, del respeto a todo ser viviente y a la Naturaleza, de considerar lo propio como si fuera colectivo y lo colectivo como si fuera propio, de una inclinación a regresar al estado de virginidad...
No se trata, pues, de que, para que millones de personas puedan comer, tener abrigo, calor y un techo sin que medie la beneficencia, el resto disponga de dinero para comprar millones de toneladas de artefactos y bienes superfluos (el único modo hasta ahora concebido para que la sociedad "funcione"). Se trata de que el Estado, en lugar de destinar presupuestos siderales a obras suntuarias e innecesarias, a gastos militares y a otros anacrónicos por su falta de sentido, adquiera esa conciencia que aún no tiene de que su deber prioritario es que nadie sufra y que el fin del Estado es hacer todo lo posible para que no haya nadie que sea desgraciado por su culpa; y ya que hablamos tanto de mercado y como dice Voltaire, que no haya nadie suficientemente rico como para comprar a otro, ni suficientemente pobre como para verse precisado a venderse.
El único quehacer “novedoso” que merece el despliegue de millones de personas, con sus consiguientes empleos, es el saneamiento durante años de montañas, lagos, ríos y mares. Y sin embargo no se organizará.
Los gnósticos y otras filosofías espiritualistas vienen anunciando desde hace tiempo una elevación de la conciencia individual y colectiva que llaman "despertar". Parece que ese momento está llegando. Confiemos en ver pronto sus frutos.
DdA, XII/2900
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