Antonio Aramayona
Echo un vistazo a los aparatos y cacharros que tengo en casa y todos 
parecen estar condenados a una muerte pronta, que no será llorada por 
nadie, pues se van silenciosamente de nuestro entorno sin que tengamos 
que derramar una lágrima. Algunos llaman a este fenómeno obsolescencia programada,
 desde el supuesto de que todo ha sido creado para que nos sea útil, y 
su vida está calculada de antemano por el fabricante desde que están 
ensamblando sus piezas para que pueda nacer en el mercado de las 
obsolescencias programadas, donde todas han de morir pronto (inútiles, 
inservibles y no funcionales), y podamos sustituirlas en un plis plas 
por otras nuevas y tan condenadas a morir como las anteriores. Y si 
algún loco pretende resucitar sus cacharros y aparatos llevándolos a 
arreglar, procurarán disuadirle de tan demente ilusión, pues el arreglo 
será siempre más caro que la compra de otro cachivache nuevo, más 
moderno, más perfecto quizá, pero tan programadamente mortal como sus 
antecesores. 
Suele señalarse como inicio de la programación de los productos obsolescentes en masa el año 1924, en el que el cartel Phoebus (básicamente,
 los tres fabricantes de bombillas más importantes del mundo) acordó el 
control y la venta de bombillas mediante el establecimiento de la 
duración máxima de una bombilla (1.000 horas de media) y un precio 
mínimo de la misma, según la zona en que se vendiera. Así se inició el 
endurecimiento del corazón de los humanos ante la muerte de un producto 
obsolescente: ¿Se ha fundido una bombilla? Voy al cajón de un armario 
donde tengo otras tres bombillas de repuesto. ¿No funciona la lavadora? 
Voy a la tienda y compro otra que le da mil vueltas en tecnología y 
botones a la ya fenecida. ¿Me ofrecen un móvil nuevo si cambio de 
operador telefónico? Regalo el que tengo o lo llevo a un "Punto Limpio" 
de reciclaje, pues soy muy ecologista y no lo tiro al cubo de la basura 
orgánica. 
La música, la moda, la literatura, la política, la 
tecnología, etc. van transformándose cada vez con mayor rapidez en 
mercancías obsolescentes. Nuestras propias mentes están ensambladas 
dentro de un sistema de obsolescencia programada por la que hasta el 
momento nos hemos estado inclinando cíclicamente por el PSOE o el PP, 
González o Aznar, ZP o Rajoy, o por otros subproductos quizá con 
defectos de fabricación que algunos seguimos obstinados en votar. 
Ahora
 nos enfrentamos a un grave dilema, pues al parecer una parte 
considerable de la ciudadanía considera obsolescentes a la rosa, a la 
gaviota y a los productos obsolescentes programados como minoritarios 
(IU, UPyD, CiU, PNV...), mientras aparece en pleno proscenio, rutilante,
 Podemos, lo cual nos plantea la madre de todas las preguntas: ¿Es 
Podemos otro producto obsolescente programado para que la gente, cansada
 de tanta obsolescencia, se ilusione comprando el ofertón de tres 
productos nuevos por uno en el mercado de la obsolescencia? ¿Es, más 
bien, Podemos el producto que cumplirá su promesa de acabar con la 
obsolescencia del país, del planeta y de la galaxia entera?
Carezco
 de respuestas consistentes, que superen a mi propia obsolescencia. Me 
limito, pues, a contar un cuento que seguramente usted ya conocerá y que
 nada tiene de invención, pues es tan real como el teclado obsolescente 
de este ordenador obsolescente donde estoy escribiendo lo que usted lee 
en estos momentos. Había una vez una bombilla de 60 watios (aunque dicen
 que hoy su potencia apenas supera los 4) que lleva luciendo 
ininterrumpidamente desde hace 110 años en el cuartel de bomberos número
 6 de una pequeña ciudad californiana, llamada Livermore.
 No pocos científicos se preguntan cómo una pobre y más que centenaria 
bombilla esté teniendo tan larga vida (descontado que, por ser bombilla,
 ni bebe ni fuma ni nada de nada). 
Pues bien, quizá podemos ser 
como esa bombilla de Livermore, pues hay algo en cada uno de nosotros 
que está más allá de cualquier obsolescencia: la propia dignidad humana,
 refractaria a cualquier programación, y los derechos fundamentales en 
los que reside nuestra propia humanidad y nos identifica como humanos, 
obsolescentes, pero no idiotas.
DdA, XI/2874 

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