Se
camina además hacia un “capitalismo patrimonial” -nombrado como tal por
Thomas Piketty, experto mundial en desigualdad de rentas y patrimonio-
en el que las altas esferas de la economía están dominadas por los ricos
y también por los herederos de esa riqueza.
Olg Rodriguez
Las mismas voces de ‘expertos’ que defendieron las
políticas creadoras de la burbuja inmobiliaria, que fallaron en sus
pronósticos sobre la crisis y que en 2011 dieron por buenas las promesas
de Rajoy son las que ahora claman al cielo alertando sobre los males
que supondría un cambio en las políticas económicas. Son las mismas que
siguen sosteniendo que la acumulación de la riqueza en pocas manos es
riqueza para todos.
De los programas políticos se
puede decir mucho. El PSOE habló de pleno empleo en 2008, el PP dijo en
2011 que crearía 3,5 millones de puestos de trabajo y Rajoy incluso
afirmó aquello ya famoso
de: “¿Medidas para crear empleo? La verdad es que me ha pasado una cosa
verdaderamente notable, que lo he escrito aquí y no entiendo mi letra”.
Poco sabemos aún del programa electoral del PP o del PSOE para las
próximas elecciones, pero se pone la lupa y se exige todo lujo de
detalles sobre los programas que confeccionan aquellas formaciones
políticas percibidas como amenaza por una elite que en pocos años ha
acumulado aún más riqueza. ¿Cómo? A base de eludir impuestos, tributar
al 1% a través de sicav o beneficiarse de no tener que pagar por su
patrimonio. No hay más que analizar el caso de la difunta duquesa de
Alba, que pudo permitirse dejar un 90% de su herencia fuera de la
recaudación fiscal.
Participando recientemente en un seminario sobre desigualdad organizado por la Fundación Nuevo Periodismo García Márquez y la ONG Intermón Oxfam -que ha publicado recientemente un imprescindible informe
al respecto-, algunos ponentes reflexionábamos sobre la deriva del
modelo económico actual, secuestrado por los intereses de las elites: lo
que en otro tiempo fue aceptado como normal - el fomento de servicios
públicos de calidad, la redistribución de la riqueza, impuestos
progresivos y muy elevados para las mayores riquezas- ahora es
contemplado como una escandalosa radicalidad, a pesar de ser estas las
medidas que combaten la pobreza y la desigualdad.
Se
camina además hacia un “capitalismo patrimonial” -nombrado como tal por
Thomas Piketty, experto mundial en desigualdad de rentas y patrimonio-
en el que las altas esferas de la economía están dominadas por los ricos
y también por los herederos de esa riqueza. Un buen ejemplo es nuestro
país, habituado a despreciar la meritocracia y a premiar más el
nacimiento que el talento y el trabajo.
El llamado
Consenso de Washington en los noventa dio rienda suelta a la
liberalización y desregulación rápida y violenta de los mercados
mundiales, con medidas que facilitaron la apropiación por desposesión en
claro perjuicio de los países más débiles, para los que el FMI defendía
ya entonces privatización de servicios básicos o el impuesto del IVA en
un producto tan fundamental como el agua en África.
El modelo actual se basa en una huida hacia delante. Para sostenerse
necesita eliminar el Estado del bienestar ahora también en países del
sur de Europa, mientras mantiene herramientas que permiten a los que más
tienen la elusión fiscal masiva.
Para calmar los
ánimos, en las Cumbres del G-20 de Washington y Londres en 2008 y 2009
se manejó un concepto ya de por sí bastante paradójico: refundar el
capitalismo. Aquella promesa venía acompañada de otra, incumplida hasta
hoy: la de acabar con los paraísos fiscales.
La
respuesta de por qué se siguen aplicando políticas que solo benefician a
los más ricos es porque no hay voluntad de cambiarlas. Pero claro que
es posible modificarlas. Sin embargo, quienes quieren agitar el miedo
ante la posibilidad de un cambio alertan de que “no nos lo podemos
permitir” (una frase muy pronunciada estos días por algunos
contertulios).
Lo dicen en un país con 11,7 millones
de personas en exclusión social, con un 55% de paro juvenil, con una
tasa de pobreza infantil del 36,3% y con el mayor aumento de la
desigualdad dentro de los países de la OCDE. Lo dicen en un país
en el que el 1% de los más ricos poseen tanto como el 70% de los
españoles, es decir, menos de medio millón de personas frente a 32,5
millones de ciudadanos, y en el que en el último año las 20 personas más
ricas incrementaron su fortuna en más de 1,7 millones por hora.
El modelo actual presenta la libertad de capitales como si fuera
sinónimo de la libertad de las personas y fomenta la desigualdad
económica y social mientras pretende sumergir a los seres humanos en el
espacio de lo conmensurable, estableciendo evaluaciones y parámetros que
nos constriñen. Es un sistema al que le interesa la desigualdad
económica, porque se beneficia de ella, y la uniformidad cultural, es
decir, la reducción de los seres hablantes en meros objetos sustituibles
y obedientes.
Frente a ello, es preciso repetir que
otra política económica y otros valores son posibles. Que sí nos lo
podemos permitir y nos lo debemos permitir porque los seres humanos
merecemos una vivienda digna, educación y sanidad públicas para todos,
salarios dignos y un sistema tributario justo inspirado en los
principios de igualdad y progresividad, tal y como establece la
Constitución española, tan invocada solo cuando les conviene.
Lo que no podemos permitirnos es seguir padeciendo los efectos del
fundamentalismo de mercado, el aumento de la pobreza, de la desigualdad,
de la precariedad, del desempleo, incompatibles todos ellos con una
democracia real. Eso sí que es inadmisible.
elDiario.es
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