Las comparaciones son
odiosas, pero nos pasamos la vida haciendo comparaciones. Por ejemplo,
comparar a una España invadida por la plaga de la corrupción con la de
otros países, es un ejercicio mediático diario. Pero deberíamos empezar
precisamente por cambiar la forma de hacer verdadero periodismo, pues no
creo que en los países del entorno los periodistas hagan cosas como las
que a continuación señalo
Los
periodistas españoles, predicadores modernos de la ética civil, tienen
mucha responsabilidad en este tiempo pues ahora están en todos los
espacios audiovisuales. Casi la misma en cuestión de compostura y
dignidad debida que los gobernantes. Una de las funciones que se arroga el periodismo es la de hacer
preguntas a gobernantes, a personajes y a personas tras un hecho
dramático como parte de la información que deben a la ciudadanía. Pues
bien, cuando el periodista con el micrófono en la mano les pregunta y el
político, el personaje o el ciudadano común no le responde porque no
quiere contestar, el periodista va detrás un buen rato insistiendo hasta
que el otro se mete en un coche o cierra una puerta, como si a base de
insistir fuese a lograr respuestas: una modalidad de acoso, por más que
sea liviano, que nos hace pasar vergüenza, propia y ajena, Y mucha más
vergüenza todavía cuando la pregunta es del orden de ¿cómo se encuentra
usted después de la muerte de su hijo? ¿qué tiene qué decir de su pareja
que va a entrar en la cárcel? ¿qué piensa de fulano que ha dicho de
usted que es un falsario o un bellaco? y otras por el estilo. No creo
que se atrevan los responsables a decir que este tipo de preguntas
tienen interés informativo aunque sean respondidas, a menos que se nos
diga que la insistencia torpe y las preguntas ociosas son parte del todo
vale.
Y
aunque las estúpidas preguntas del periodista puedan considerarse
"normales", la insistencia resulta repulsiva y el marco de la situación
resultante está más cerca del periodismo rampante, panfletario y
amarillista que del periodismo avanzado en interpretación y práctica.
No estoy al tanto de lo que sucede en este asunto en países como
Francia o Gran Bretaña. Pero ya que es común comparar constantemente a
España con otros países (incluso a menudo mintiendo acerca de las cifras
y estadísticas), más valdría que los periodistas nos evitasen el
sonrojo al asistir a esa escenificación de la impertinencia y de lo
sutilmente grotesco del periodismo. El mal gusto unas veces y la
morbosidad otras al escarbar en el dolor de las personas, nada tienen
que ver con ese supuesto interés. El acoso pone en evidencia tanto al o
la periodista que lleva en la mano el micrófono, como al filisteo que le
ha enviado para que insista hasta el ridículo. Al final, otra modalidad
de corrupción, aun liviana, que añadir a tanta podredumbre. Bien fácil
de evitar, además, pues basta educación y compostura elementales, que
consisten en no perseguir a nadie para que nos preste atención y no
hacer preguntas obvias.
Por otro lado, todo esto eso es en buena medida consecuencia del auge
de la famosa “agresividad” salvaje inculcada desde la cuna y de la
escuela en este deplorable sistema ya incompatible con las nuevas ideas
en progreso de solidaridad y de deseable convivencia; convivencia, por
cierto, harto deteriorada en una colectividad depauperada, rota por la
desigualdad atroz, por el desprecio hacia lo público y al ciudadano y
por la irrespetuosidad generalizada hacia todo, excepto hacia quien
detenta el poder rodeado de guardaespaldas, de legiones de policías y de
soldados a los que el poder está preparando para sumar a ellas.
Una aclaración. Mi propósito en este escrito no es preservar el honor
del que muchas veces carece toda esta gente, sino hacer un llamamiento a
la clase periodística para que, habida cuenta su potente impacto
audiovisual, no abuse siquiera de la paciencia del supuesto o potencial
delincuente, se respete a sí misma y dispense a la ciudadanía el respeto
que merece no sólo en lo informativo, sino también en las formas y en
lo educativo. Contribuya el periodismo a templar un poco la detestable
agresividad que recorre las venas de un sistema cada día que pasa más
cuestionado por el mundo entero.
DdA, XI/2878
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