Antonio Aramayona
Cuenta Eduardo Galeano en un pequeño y conocido relato (Tragos)
que en un bar de Quito regentado desde hacía muchos años por El Turco,
conocedor de los gustos y preferencias de cada cliente, cada noche se
acercaba un hombre que pedía siempre dos martinis con sendas aceitunas
que bebía a la vez, un sorbo de una copa y otro sorbo de la otra. Una
noche El Turco pudo sonsacar de aquel hombre que un amigo suyo, a la
misma hora, a las ocho en punto, hacía lo mismo en un bar de Ottawa, lo
que les hacía sentir que bebían cada día una copa juntos. Una noche,
aquel hombre entró en el bar y pidió un solo Martini, que bebió lento,
callado, hasta agotar la última copa. El Turco no pudo resistir darle un
toque en el hombro, por encima del mostrador, a la vez que le decía:
"Mi pésame", pero "el hombre aclaró que no, que su amigo estaba vivo y
coleando: 'Es que yo he dejado de beber' -explicó".
Siempre me ha
dejado pensativo este pequeño cuento de Galeano, especialmente sobre el
maravilloso sentido de la amistad que se oculta tras la ceremonia de
beber cada noche dos copas pensando en un amigo que está haciendo lo
mismo a miles de kilómetros de distancia, y también sobre la infinita
capacidad que tiene el ser humano para engañar a los demás y engañarse a
sí mismo. Por ejemplo, asocio al hombre bebedor de martinis de Quito
con alguna ministra
que una mañana encontró en el garaje de su casa un Jaguar recién
estrenado y afirmó no habérsele ocurrido preguntar a su marido de dónde
había salido semejante automóvil. O con alguna infanta
real que no sabe o no recuerda nada de una empresa de la que era
copropietaria y cuyos beneficios compartía con su marido al 50%. O con algún licenciado en Derecho y miembro del Cuerpo de Inspectores de Hacienda que
intentó justificar el uso de su tarjeta fraudulenta de la entidad
bancaria que presidía alegando que desconocía que no cotizara a
Hacienda, que su uso solo suponía el 2% de sus ingresos o que
simplemente era una "tradición", una "costumbre".
Son solo tres
casos dentro de un océano del chapapote que va obturando los orificios
por los que aún entra oxígeno en los pulmones de la ciudadanía, cada vez
más herida y consternada ante lo que está pasando. De vez en cuando,
sin embargo, ocurren cosas que inundan de luz y de aire fresco lo que
resta de decencia en la vida ciudadana. Como botón de muestra, el
musicólogo, compositor y director de orquesta, Jordi Savall, renunciaba recientemente al Premio Nacional de Música, concedido por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte,
y a los 30.000 euros que conlleva, pues desde su sensibilidad y
coherencia no podía aceptar tal galardón, teniendo en cuenta la
indignante y miserable (este último adjetivo es mío) política cultural
perpetrada desde el Ministerio que dirige José Ignacio Wert.
El
hecho es que la vida pública hispana se ha convertido en la enorme barra
de un bar donde ministros, sangres azules, banqueros, empresarios del
Ibex 35 y primos hermanos, munícipes, chorizos, trileros, defraudadores y
embaucadores en general cuentan a quien se preste a escucharles lo
razonable y ejemplar que es no solo consumir dos, doscientas o cuantas
copas les plazca, sino también quedarse con los garrafones y con el bar
entero, y a la vez declarar que desconocen o no recuerdan nada del
asqueroso detritus que han ido depositando en el país, en el caso de que
el sistema (su sistema, llamado sarcásticamente también "legalidad") no
haya impedido su comparecencia ante los tribunales de justicia.
Jordi
Savall bebe también, claro, pero no en el bar de los amos del dinero
adonde acude tanto mentecato, sino en la barra de un bar en cuya entrada
puede leerse "Decencia". Allí comparte el aire limpio con sus amigos y
con quienes hasta allí se acercan, agradecidos por comer juntos el mismo
pan y beber el mismo vino.
Salud, Jordi. Gracias y un fuerte abrazo.
DdA, XI/2839
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