Félix Población
Hace unos meses supimos que Ricardo III, el último rey inglés
de la dinastía Plantagenet, falleció en la batalla de Bosworth Field de nueve heridas
en la cabeza, una vez sin caballo y desprovisto del casco protector. Esta
certeza fue producto del análisis de los
restos del monarca, encontrados en el subsuelo de un aparcamiento de Leicester
hace un par de años e investigados por un equipo de científicos de la universidad de esa ciudad inglesa. Tenía 32 años años de edad y llevaba solo dos en el trono.
Según esas investigaciones, el rey no sería tan deforme
físicamente como nos lo pinta Shakespeare. Podría haber sido incluso apuesto,
algo que quizá el autor desechó para hacer más ostensible la crueldad de su
ambición sin límite, sobre la que incide el propio personaje, nada más abrirse
el telón de “Sueños y visiones del rey Ricardo III”, la función que con dramaturgia
de José Sanchis Sinisterra se representa
en el Teatro Español, bajo la precisa, acertada y sobria dirección de Carlos Martín.
El montaje, que permanecerá en cartel hasta el 28 de
diciembre, se articula a partir de un cambio substancial que centraliza la dramaturgia
en torno a la escena tercera del quinto acto, con el rey en su tienda en el
campo de Boswort, la noche previa a la batalla, presa de su temores,
aprensiones y angustias como consecuencia de los crímenes cometidos que han
hecho puesto sobre su cabeza la ansiada corona de Inglaterra.
Sobre esa primera estructura presencial se inscribe la de la
memoria, que de modo retrospectivo deja asomar los personajes que han soportado
la cruel ambición sin límites del monarca A esa se añade una tercera que
incide o se abisma en lo espectral, con las visiones y sueños que proyectan en
la conciencia de Ricardo su sangrienta trayectoria en pos del poder absoluto, sin
reparar en ningún escrúpulo. Esos tres planos se hacen visibles en la escenografía por
medio de transparencias, proyecciones y tules entre los que discurre la acción en sus respectivos tiempos,
con una magnífica composición y espacio sonoro de Miguel Magdalena, a la que
hay que añadir en relevancia un no menos excelente vestuario de Ana Rodrigo.
No es este Ricardo III un rey joven, sino adaptado a la edad
madura del actor que lo representa, Juan Diego, que como cabía esperar de él lo
hace de modo notable y tan entregado que hasta se le desborda euforia en las salutaciones finales. Tampoco son jóvenes el resto de
personajes, en correspondencia con la edad de los intérpretes, que en los casos
de Asunción Balaguer (Margarita), José Hervás (Clarence/Lord Mayor), Lara Grube
(Lady Ana) y Terele Pávez (Duquesa de York) me parecen destacables por su
trabajo, sin que el resto desmerezca.
Creo que el espectáculo cumple el objetivo perseguido por
Sanchis Sinisterra ante la dificultad de representar a los clásicos redivivos: su intervención hace de este Shakespeare
una función accesible al espectador de nuestros días, sin rebajar para nada
la esencia de la obra. Antes al contrario, su mensaje contra las ambiciones políticas desbocadas y las corrupciones del poder tiene hoy en nuestro país una lectura muy actual que la dramaturgia de Sanchis ha sabido resaltar. Sobre todo si se reflexiona ante la figura de ese rey avejentado y deforme que el autor ideó con una contextura tan humana como implacablemente pérfida. Todo un reto para un actor, que Juan Diego resuelve con sumo acierto.
DdA, XI/2845
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