Lidia Falcón
Mónica Oriol, presidenta del Círculo de Empresarios, en su
intervención ante la XXV Asamblea Plenaria del Consejo Empresarial de
América Latina (CEAL) celebrada en Madrid, afirmó que prefiere contratar
a mujeres que no puedan quedarse embarazadas. Y lo dice una mujer que
es madre de ni más ni menos que de seis hijos. Oriol aseguró que “si una
mujer se queda embarazada y no se la puede echar durante los once años
siguientes a tener a su hijo, ¿a quién contratará el empresario?
Prefiero a una mujer después de los 45 años o antes de los 25, porque
por el medio, ¿qué hacemos con el problema?”. Y continuando con su
exposición ofreció un curioso consejo a las mujeres que pretenden
alcanzar puestos directivos en las empresas: “El sacrificio para llegar a
un puesto directivo tiene un precio y es: o te casas con un funcionario
o tienes un marido al que le encantan los niños”.
Independientemente de la desvergüenza que significa que una señora
que ha tenido seis hijos exprese sin rubor su negativa a emplear a
mujeres en edad fértil y de la anécdota en sí de que sea una mujer
dirigente empresarial la que exprese sinceramente el criterio que tienen
la mayoría —sino la totalidad— de los empresarios, el tema de qué hacen
con los hijos las mujeres que pretenden insertarse en el mundo laboral
asalariado es uno de los más importantes que debería debatirse —y
resolverse— a la mayor brevedad posible.
La maternidad no es un asunto de menor importancia, cosa de mujeres
que solo afecta a ese “colectivo especial” femenino que, a pesar de su
poca importancia detenta en exclusiva la reproducción de todos los seres
humanos. Hasta hace pocos años, en muchos países todavía hoy, la
repoblación del país, la fabricación de fuerza de trabajo, de campesinos
y obreros, de soldados, de ejecutivos y de nuevas madres, se realizaba
mediante la coacción. Se casaba a las mujeres, de grado o por fuerza, y
se las embarazaba sucesiva y sistemáticamente hasta que su matriz y sus
fuerzas no aguantaban más. A principios del siglo XX la expectativa de
vida de las mujeres no alcanzaba los 40 años y la mayoría no veía a
todos sus hijos adultos. Como decía Stuart Mill, “diríase que el
matrimonio y la maternidad son asuntos que repugnan especialmente a las
mujeres y en consecuencia es preciso obligarlas”.
Esta afirmación no es sólo una ironía del filósofo que no andaba
descaminado, puesto que en cuanto las luchas feministas lograron el
derecho a controlar la natalidad y se aprobaron los métodos
anticonceptivos y el aborto, la natalidad en España descendió
bruscamente. En 1975 las españolas tenían la tasa de fertilidad de las
venezolanas, con 5 hijos por mujer adulta. En 2014 estamos en 1,4,
gracias a las emigrantes que aportan esas 3 décimas desde el 1,1 en que
la han situado las españolas, con lo que no se consigue el reemplazo de
la generación anterior, para el que hace falta una tasa de 2,2.
Y ello es así porque las mujeres hace mucho tiempo que decidieron que
servían para más tareas que exclusivamente las de parir y criar a la
prole y cuidar de la familia. La inserción de la mujer en el mercado de
trabajo industrial y de servicios se logra masivamente al comenzar la
Guerra del 14, porque en la agricultura y en la artesanía ha trabajado
desde el Neolítico. En los países cuyo desarrollo industrial comienza un
siglo antes como Inglaterra y Cataluña, mediante el impulso de la
industria textil, las mujeres son la fuerza de trabajo fundamental en
esa rama de la producción. Pero eso se hace a costa de la masacre de las
mujeres y de los niños –que también son incorporados a la producción
industrial, como lo estaban en la agricultura. Las madres trabajan hasta
el último minuto antes de dar a luz, lo que muchas veces sucede en la
propia fábrica, a los bebés se les lacta a ratos entre los telares o se
les confía a alguna vieja que los alimenta con biberones de leche de
cabra, y la mortalidad materna e infantil son espeluznantes.
Las luchas obreras y feministas arrancan a la patronal y a los
gobiernos que administran el Estado las ventajas ya conocidas: seguridad
social, descanso por maternidad, permiso de lactancia, horario
reducido, jornada a tiempo parcial, etc. Pero siempre pariendo, claro.
Porque todavía no se ha inventado el útero artificial.
Pero es que en nuestro país ni siquiera se ha desarrollado la red de
escuelas infantiles desde los 0 años para que las madres que trabajan
fuera del hogar puedan disponer de tiempo para hacerlo. Ni las escuelas
infantiles, ni los campamentos de verano ni las actividades
extraescolares para cubrir los escasos horarios escolares ni las
subvenciones económicas para la familia. En consecuencia, las mujeres no
disponen de medios para combinar el trabajo asalariado y el trabajo
doméstico –del que nadie las ha liberado y así se agotan en extenuantes
dobles jornadas-, y al mismo tiempo al capital ya no le sale a cuenta
contratar mujeres. Porque a pesar de la escasez de medios con que se las
premia, miserias en comparación con el sistema social sueco, por
ejemplo, en España a la burguesía todo le parece demasiado. Mientras las
trabajadoras constituían un ejército de reserva, convirtiéndose en
esquiroles del trabajo masculino, con salarios de miseria, apañándose
con las abuelas y amigas para cuidar a los niños, daban rendimiento al
patrón. Hoy, entre permisos, bajas laborales, ayudas económicas y
escuelas y médicos etc. salen demasiado caras. Mejor que se queden en
casa a cuidar a la familia, porque lo hacen gratis y no tienen seguridad
social ni vacaciones ni pensión de jubilación.
En definitiva, la señora Oriol no hizo más que resumir este plan de
la patronal. Porque ningún empresario es tan ingenuo que crea que
después del permiso maternal la mujer ya no tendrá ninguna obligación
con el cachorro recién traído al mundo.
Como, naturalmente, los gobiernos conservadores y liberales que hemos
tenido –que no presuma tanto el PSOE de socialista- apenas han ampliado
la cobertura social de la maternidad, y en la etapa actual mucho menos,
cuando la horrible tasa de paro que padecemos lo que exige es que las
mujeres regresen al hogar y dejen el puesto de trabajo a los hombres,
que siguen siendo los cabezas de familia, la máxima que ha de
implantarse es la que difunde la señora Oriol: que no se contraten
mujeres en edad fértil porque el empresario estará fastidiado todos los
días en que la madre deba llevar al niño al dentista, a la excursión, a
la revisión médica o tenga que quedarse en casa a cuidarlo cuando esté
enfermo.
A la indignación –más bien superficial- que han provocado las
declaraciones de la señora Oriol en los sectores feministas le han
seguido muchos aspavientos y algunos gritos, pero pocas propuestas
serias y radicales. Porque el feminismo no puede abandonar sus más caras
reivindicaciones y ese calificativo tiene dos significados, el de
queridas y el de caras económicamente hablando, puesto que las
inversiones que debería hacer un Estado para proporcionar a las familias
los jardines de infancia, los geriátricos, las escuelas, las
lavanderías y sastrerías, los comedores populares, los transportes
adecuados y cubrir todas las necesidades de los seres humanos son tan
inmensas que ningún gobierno se lo ha planteado nunca. Ese mismo deseo y
objetivo es el que movía a Clara Zetkin y a Alejandra Kollöntai, como a
Regina de Lamo y a muchas otras feministas, hace más de un siglo, a
reclamar la socialización de las tareas de reproducción y cuidado.
Hoy, por el contrario, las reivindicaciones de las asociaciones de
mujeres pasan por pedir la corresponsabilidad de los padres en el
cuidado de los hijos mediante la concesión de permisos laborales, como
si en unos meses se pudiera criar a un niño, y como si las empresas
estuviesen por la labor de prescindir de los trabajadores para que
realicen una tarea que les corresponde, por naturaleza, a las mujeres.
Mientras no se implante la socialización de la reproducción y del
trabajo doméstico, mediante las inversiones estatales imprescindibles
para atender el cuidado y la socialización de los hijos e hijas, la
situación será la que con todo cinismo describe la señora Oriol: los
empresarios no querrán contratar mujeres en edad fértil, el trabajo
femenino se degradará y no alcanzará los salarios masculinos ni tendrá
incidencia en los puestos de decisión, el paro femenino aumentará, las
que luchen por un puesto de trabajo se negarán a tener hijos “dada la
natural repugnancia que sienten por tal tarea”, y la población seguirá
descendiendo, con las consecuencias de su envejecimiento y la
imposibilidad de cubrir las prestaciones por enfermedad y jubilación,
ante la escasa cantidad de trabajadores jóvenes.
Toda esta catástrofe nacional se contenía en las frases de Mónica
Oriol, pero nadie las analizó detalladamente y mucho menos ningún
gobierno piensa en ponerle remedio.
DdA, XI/2832
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