Gerardo Iglesias
Nada es nuevo en el proceder de las clases dominantes. Siempre que
nuevas fuerzas emergentes amenazan sus privilegios, destapan la caja de
los truenos. No tienen escrúpulos en falsificar los hechos, en airear
fantasmas, ni en aplicar medidas coercitivas utilizando los poderosos
medios que detentan. Para los poderosos, el fin siempre justifica los
medios. Podemos retrotraernos al siglo XIX, por ejemplo, cuando la
Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), fundada en 1864, irrumpe
con cierto empuje en España. El nuevo fenómeno ponía muy nerviosas a
las clases privilegiadas, y el poder político, que tenía la suprema
misión de defender sus intereses, desataba una durísima campaña de
desprestigio de la Internacional.
El argumentario en aquella guerra abierta contra los parias que
osaban unir fuerzas para ocupar una silla donde se tomaban las
decisiones que les tenían en la miseria era de calibre grueso. El
político Sagasta, que en el próximo futuro haría tándem con Cánovas para
apuntalar los intereses de las oligarquías, dando origen a un singular
sistema de gobierno (bipartidismo amañado), proclamaba sin empacho que
los fines de los internacionales eran “destruir la familia, destruir la
sociedad, borrar la patria, hacer desaparecer por la fuerza todos los
elementos de civilización conocidos”. Su ministro de la Gobernación,
Francisco de Paula Candau, en un durísimo debate que tenía lugar en Las
Cortes, se sumaba al discurso de su jefe afirmando que “los dogmas
proclamados por las asambleas de los internacionales condenan el Estado,
la religión, la propiedad…”, e incluso se permitía hacer burla de la
Internacional al referir que ésta había nacido en una taberna en
Londres. Cánovas, por su parte, hacía un llamamiento a terratenientes y
propietarios españoles a luchar contra “la invasión bárbara del
proletariado ignorante”. Idénticas soflamas, afirmando que los
internacionales eran enemigos de la moral, de la religión, de la
propiedad, de la familia…, se repartían por doquier fuera y dentro de
las instituciones políticas. Todo ello dejaba el terreno abonado para
que, finalmente, el Gobierno del General Serrano promulgara un Decreto
disolviendo la Internacional (1874) y “todo tipo de reuniones y
sociedades políticas”, no cediendo “en el deber de extirpar de raíz todo
género de trastornos, persiguiendo hasta en sus más disimulados y
recónditos abrigos a los perturbadores (…) que, como la Internacional
atenta contra la propiedad, contra la familia y demás bases sociales”.
Casi siglo y medio después, en España sigue habiendo Sagastas,
Cánovas y Candaus, que siguen agitando fantasmas, ahora contra Podemos,
sin darse cuenta que los que dan miedo son ellos. Sobre todo cuando
vemos que, en vez de atender al clamor de la calle, se deslizan hacia la
criminalización del descontento social. Ahora como entonces, lo que
tenemos en presencia son nuevas fuerzas que pujan por sentarse a la mesa
donde se deciden los asuntos que les afectan y que no vienen
determinadas única ni principalmente por las políticas antisociales
decididas por la Troika en estos últimos años y aplicadas dócilmente por
nuestros gobiernos. Éstas han acelerado el proceso de cristalización en
diversas formas (15-M, Podemos…) y creado una situación de emergencia,
agravada en España por el agotamiento del sistema político diseñado en
la Transición. Pero no estamos ante un fenómeno coyuntural. Del mismo
modo que la primera revolución industrial trajo consigo nuevas
demandas sociales y el nacimiento de nuevas fuerzas, los partidos
obreros y los sindicatos de clase, poniendo en solfa las estructuras
políticas del momento, los espectaculares avances de la ciencia y la
imponente revolución tecnológica, necesariamente tenían que alumbrar en
esta época nuevas demandas y nuevas fuerzas, que no tienen cabida en las
anquilosadas estructuras en las que se basa el poder político vigente.
Olvídense las clases dominantes y los partidos que las representan
(PP y PSOE principalmente) de que las fuerzas emergentes son pasajeras.
Vienen para quedarse, y tendrán vida propia en la medida en que no
existan partidos capaces de acoger las nuevas ideas que llegan con
ellas. La introducción en la vida política de las ideas de las que son
portadoras las nuevas fuerzas se hace más perentoria dado el desolador
panorama que ha creado la aplicación de las políticas austericidas,
diseñadas por la Troika, la corrupción generalizada e institucionalizada
y la crisis del régimen del 78. Se hacen insoportables las tasas de
desempleo, que obligan a los jóvenes más preparados a marchar al
extranjero, la creciente precarización de salarios, los contratos
basura, los desahucios, la pobreza extrema en no pocas zonas de la
población, cuando no el hambre que afecta a personas mayores y a niños
¡qué vergüenza!, el deterioro de todos los servicios sociales… Todo ello
en contraste con un espectacular y provocador aumento de los
beneficios de unos pocos, para los que el desmantelamiento del “estado
de bienestar” se ha convertido en una bicoca. Y no hablemos ya de la
nauseabunda podredumbre (la corrupción), que invade a los partidos del
“turno” (así llamaban a los partidos de Cánovas y Sagasta) y a algún
partido nacionalista, al sector financiero, a la gran patronal, a la
familia real, a gobiernos autonómicos, a numerosos ayuntamientos y, en
fin, a las más importantes instituciones de Estado. Una podredumbre ante
la el PP y el PSOE miran para otro lado, más allá de hacer algunas
declaraciones retóricas que no se concretan en nada, mientras cada día
nos desayunamos con nuevos escándalos. A ello hay que sumar la
creciente desafección social a los viejos partidos y al sistema político
nacido de la Transición, un sistema en abierta crisis, como ya he
dicho, y como lo demuestra la gran pérdida de apoyos de los dos partidos
en los que se asienta el régimen del 78.
Ante este desolador panorama, del que dejo en el tintero otros muchos
problemas sin apuntar, la pregunta que cabe hacerse es la siguiente:
¿qué puede pasar si los poderosos medios al servicio de las clases
dominantes logran cerrar el paso a una alternativa de gobierno
ilusionante que canalice el monumental hastío social?. ¿Cuál es el plan B
que tienen los poderes dominantes a los que obedece el PP?. ¿Aplicar
la medicina del General Serrano?. Y después de criminalizar toda
protesta social, algo que ya ha comenzado, ¿qué?. ¿No les parece que la
ciudadanía de esta España plural ha tenido suficiente aguante ante la
catarata de medidas regresivas que inició el gobierno Zapatero, al que
hicieron bueno las desenfrenadas contra-reformas del gobierno de Rajoy, y
ante tanto escándalo de corrupción?. Si verdaderamente les importara la
democracia más que servir los intereses de unos pocos, no cometerían la
grave irresponsabilidad de intentar impedir que se canalice el gran
descontento social por medio de nuevas fuerzas políticas, llámense
Podemos, Izquierda Unida o llámense como sea.
De momento no parece tener éxito la aviesa campaña que han desatado
al unísono PP, UPyD, PSOE, representantes de los poderes financieros y
empresariales y varios de los principales medios de comunicación contra
Podemos, campaña que en realidad va contra cualquier alternativa que
pueda socavar definitivamente los cimientos del bipartidismo. Pero, ¿a
dónde quieren conducir a este país los que pretenden impedir a toda
costa que se canalice políticamente el gran descontento social, viendo
que ellos no pueden hacerlo?. ¿No resulta grotesco que los directores de
esa campaña, mayormente herederos del franquismo, se sientan con
autoridad para dar o quitar la condición de demócratas?
España necesita cambios profundos y urgentes. No sirve de nada
retorcer la realidad. Algunos hablan de pequeñas reformas de la
Constitución. Parches. España necesita abrir un proceso constituyente,
que comience poner en claro lo que significó la dictadura franquista,
impuesta por la fuerza con el apoyo del fascismo internacional, frente
al régimen democrático de la II República.
DdA, XI/2854
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