La gran noticia de esta semana es que la Unión Europea ha
logrado aterrizar una sonda en un cometa después de un viaje de 12 años a
casi 40.000 kilómetros por hora y con una precisión alucinante. Bueno,
la gran noticia excepto en España, donde lo que de verdad lo petaba era
el estreno del anuncio de la lotería, que suele ser la película más
vista del año. Aunque en la pasada edición el éxito vino gracias al
género de terror, la insigne institución todavía no se decide a lanzar
lo que podría ser el comercial definitivo: Carlos Fabra en sustitución
del calvo de la lotería, vestido con una bata de adivino vendiendo
décimos a voces por el aeropuerto de Castellón. Hay lotería, oiga.
A la espera de semejante obra maestra, de momento hemos tenido que
conformarnos con un homenaje a Frank Capra en el que subliminalmente se
desliza una referencia a la gestión de gobierno: un pobre hombre que no
ha podido comprar el décimo de Navidad en el bar de siempre recibe un
sobre en diferido, como si fuese un gurteliano cualquiera que va a tomar
café al aeropuerto de Castellón. “Ventiún euros” protesta el pobre
hombre, lo mismo que podía haber contestado Zapatero si un día hubiese
entrado por error en una cafetería. Sin embargo, aparte del café y de
ese insignificante artículo de papelería, no hay ninguna otra mención a
los dos grandes partidos que hasta el día de hoy han ordeñado a gusto
los impuestos indirectos de la lotería. El resto es un homenaje a la
amistad y a los buenos sentimientos.
Mucha gente dice que el anuncio es falso, que ningún camarero iba a
guardarle un décimo premiado a un cliente por muy amigo suyo que fuese.
Es lógico que mucha gente piense así, torcido y mal, puesto que de algún
sitio han tenido que salir los votos que le han dado la mayoría
absoluta a esta banda de cuatreros. Por lo demás, es el mismo reproche
que la crítica ha lanzado siempre contra las películas de Capra: la idea
de que esa buena gente, honrada y generosa, no ha existido jamás. No me
parece tan inverosímil que un camarero le guarde a un amigo en paro
como regalo de Navidad un décimo que, por pura chiripa, sale premiado.
Al fin y al cabo, la historia popular madrileña está repleta de taxistas
que han devuelto joyas extraviadas en el asiento de atrás y de
transeuntes anónimos que han llamado a casa de un completo extraño para
devolver una cartera forrada de billetes.
A lo mejor peco de ingenuo, pero no sólo creo en la existencia de
esas buenas personas sino que me he tropezado con más de una a lo largo
de mi vida. Uno de ellos, para colmo, también es camarero: mi amigo
Kiko, a quien desde que ha trasladado su Taberna 1929 al
pueblo de Guadarrama, muy lejos del radio de acción de mi hígado, hace
demasiado tiempo que no veo el pelo. Pasé muchas horas felices con Kiko y
con Feli en su local de Moncloa, y no me refiero únicamente a las tapas
o a la espuma de cerveza, sino a esa comunión íntima en la que un bar,
en ciertos momentos de la vida, se convierte en refugio, capilla y
hospital de campaña. Puede fallarnos el amigo, la esposa, el médico y el
cura, más o menos por ese orden, pero la fe en un camarero debe
permanecer intacta hasta el último trago.
Hemingway escribió uno de sus relatos más hermosos a propósito de esa
confianza inalterable en el oficio, la historia de un insensato aviador
franquista que increíblemente va a tomar copas a Chicote en plena
guerra civil. Hemingway lo ve desde el otro lado del bar y de inmediato
advierte que un viejo camarero, que les sirvió copas a ambos en tiempos
más felices, también lo ha visto. “Pero cómo se atreve” le murmura el
camarero a Hemingway mientras le sirve la primera copa de vino, mientras
que el escritor, junto al atrevimiento, admira el valor suicida del
antiguo amigo que se ha vuelto enemigo. A la segunda copa, el camarero
le dice que habría que denunciarlo y Hemingway replica que él no piensa
hacerlo de ningún modo, aunque sólo sea por los viejos tiempos. Al final
el camarero insiste y Hemingway le da un número de teléfono y un
nombre, el de otro con quien compartieron copas y abrazos antes de la
guerra. Termina el vino y se va; en la puerta se cruza con unos hombres
de gabardina, eficaces y letales. Busca la primera cabina de teléfono y
llama al mismo número, los dos hombres comentan el coraje y la estupidez
de su amigo aviador; por último Hemingway le pide que, cuando le
interroguen, antes de fusilarlo, le diga al viejo amigo común que fue él
quien lo delató. Intercambiaron una mirada en el bar, añade, no le
costará creerlo. El amigo le pregunta por qué y Hemingway responde que
es mejor así, que ningún hombre debería morir pensando que lo ha
traicionado un camarero.
+@El bar de Antonio, por Miguel Barrero
Público DdA, XI/2842
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