Antonio Aramayona
Cuando Zaratustra tenía treinta años, abandonó
la ciudad y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su
soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo. Durante aquellos
años, su corazón se fue transformando, y una mañana, levantándose con la
aurora, Zaratustra bajó de las montañas sin encontrar a nadie y tan
pobre como había subido diez años antes. Fue en aquel preciso
momento, no antes, cuando Zaratustra se percató de que se había
convertido en niño, pues solo un niño sabe amar, crear y jugar sin
reglas.
Cuando llegó a los bosques, encontró a un hombre bien
trajeado que portaba en su mano una tarjeta negra en la que se daban
cita todas las cloacas del mundo. "¿Qué estás haciendo aquí?", le
preguntó Zaratustra. "Intento deshacerme de esta tarjeta y encontrar una
explicación que suene a verosímil cuando me pregunten en la ciudad",
respondió el hombre trajeado. "Una sola vez se nace y se muere. ¡Qué
manera tan extraña tienes de echar a perder tu vida!", exclamó
Zaratustra.
El hombre trajeado quiso reírse de aquel hombre tan
deslenguado, pero fue en vano. Amagó un inicio de huida, pero sus pies
permanecieron clavados en el musgo y las hojas secas del bosque.
"Zaratustra es mi nombre", le dijo su interlocutor, "busco a personas
que amen su humanidad sobre todas las cosas. Son la esperanza del
mundo".
Cuando Zaratustra estuvo solo de nuevo, habló así a su
corazón: "¡Será posible! ¡Este hombre disfrazado de las cloacas no ha
oído todavía nada de que su mentira ha muerto!".
Zaratustra
llegó a una ciudad situada al borde de los bosques, encontró reunida en
el mercado una gran muchedumbre, pues estaba anunciada la exhibición de
un volatinero. Y Zaratustra habló así al pueblo: "No os dejéis
embaucar por promesas eternas y eunucos que predican lo infinito. Amad
la tierra, amad el camino angosto. Rebelaos contra quienes dicen ser
vuestros señores y amos. Somos libres, somos iguales. No ingiráis más el
bebedizo que os adormece y os deja inanes. Yo os enseño la dignidad
rebelde, que nada teme. Abrazad vuestros derechos, son los que os
identifican como humanos. Los derechos no se dan o se recortan, pues os
constituyen esencialmente como seres humanos dignos".
Salió
entonces a su paso el brujo del pueblo, diciendo: "No seas blasfemo ni
te metas con mis amigos, que al fin y al cabo son los que me dan de
comer y de vestir. Tenemos nuestros propios dioses, que nos prestan
consuelo y prometen una bienaventuranza sin fin después de la penuria.
Anda, vete ya, Zaratustra, aquí sobras". Pero Zaratustra le respondió:
"No sigas mintiendo con las rodillas clavadas en el barro de la tierra,
postrado ante el humo y la niebla de vuestros delirios. Si algo tienes
que enseñar, habla del maravilloso sudor de dos cuerpos amándose sin
cesar durante la noche, habla de la tierra, de un mundo sin cloacas, de
la revolución exterior e interior, de las viviendas que protegen del
frío y de la lluvia en lugar de ser objeto de desahucio, de la muerte
digna tras una vida digna, y deja ya delinquir contra la tierra, de
asfixiar el sentido de la tierra con tu fétido humo y tus engaños".
"El disfraz", prosiguió Zaratustra, "es algo que debe ser superado.
Algunos fantoches, con traje caro y tarjeta fraudulenta, os quieren
hacer retroceder hasta el hedor de sus cloacas. Decíos siempre con
orgullo que queréis ser ante todo el sentido de la tierra, abiertos al
devenir de la vida. Sois el gran deseo que late dentro de vosotros y que
podéis compartir con todos los deseos limpios y rebeldes del mundo".
"¡Calla de una vez, que alguien encienda la tele o que salga ya el
volatinero!", gritó un vecino desde la taberna del pueblo.
Zaratustra
contempló entonces a la gente que deambulaba a su alrededor,
indiferente, y sus ojos se llenaron de preguntas que horadaban su
corazón. Después caminó durante horas a la luz de las estrellas y en
medio del bosque se quedó dormido hasta que, brillando ya el sol en lo
alto, un niño lo despertó. "¿Cómo te llamas, niño?", preguntó.
"Zaratustra", respondió el niño. "Como yo...", musitó Zaratustra.
Así
habló Zaratustra al final de su caminar: "La felicidad no es una meta,
sino la consecuencia de lo que hemos hecho con y de la vida. Por eso
podemos decirnos finalmente: todo ha merecido la pena. Vivir es
con-vivir. Luchar por algo valioso con otros. Compartir el sol, el agua,
el pan y el aire. Agradecer la palabra y el silencio. Extasiarse con la
caricia. Residir en la mente y en el corazón ajeno. Recitar poemas que
alivian la fiebre. Contar cuentos de final feliz. Y sonreír en la
fiesta, el placer y la alegría, también en el dolor, el espanto y la
zozobra".
Así habló Zaratustra ...
The Huffington Post DdA, XI/2830
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