Ana Cuevas
Parece
imposible pero, cada día, nuevos escándalos de corrupción solapan los
del día anterior originando una amalgama de vértigo, cabreo y desolación
entre la ciudadanía. Los Pujoles, Ratos, Blesas, Acebes... componen un
rosario impenitente de fatuos ladrones de guante blanco metidos en
política. Una banda organizada que dirige los destinos de sus saqueadas
víctimas con la sensibilidad de un cocodrilo.
Dice el presidente Mugica
que el eje de cualquier clase de política debe ser la búsqueda de la
felicidad colectiva. Y que, a quienes les gusta mucho la plata, hay que
correrlos de este escenario. Aquí, lo de la felicidad colectiva les
suena a chino mandarino. Estos son más del amor propio traducido en
darse la dolce vita a costa de succionar la sangre de sus compatriotas.
En cuanto a lo de correrlos de la política, será una empresa ardua
puesto que el entramado corrupto debe tener largas ramificaciones para
haber funcionado tanto tiempo y tan fluidamente. Pero por mi parte,
estoy dispuesta. Digo a correrlos a gorrazos, a collejas o a hostia
limpia. Porque entre todos sus hurtos hay uno imperdonable que me
trasforma en pura fiera.Nos
roban la felicidad. El presente y el futuro. El auténtico sentido de la
vida humana: la búsqueda de la felicidad. Y ahí, están pisando mierda.
Mi
querido amigo Antonio Aramayona, filósofo perro-flauta motorizado y
entrañable, me ha hablado de esa sensación que Sartre definió
maravillosamente como nausea. Una situación límite emocional en la que
el mismo suelo parece abrirse a nuestros pies. No me es ajena en
absoluto. Como a muchos de vosotras y vosotros, las arcadas se me
apelotonan en la boca con la actualidad que nos acontece. Un vacío
indescriptible que amaga con absorber nuestra capacidad de reacción.
Sustraernos
a su influjo, dejarnos llevar por la desazón y la amargura, supone el
triunfo del absurdo en nuestra experiencia vital. Yo soy más de mirar a
ese vacío directamente a los ojos. O a las hueras cuencas que pretenden
asustarme con la muerte. Sin felicidad, solo soy un cadáver que
arrastra su desangelado cuerpo por la vida. No nacimos para esto. No lo
merecemos. Y al final, todo depende de nosotros. De un pequeño acto de
valor, de un salto al vacío en búsqueda de la felicidad arrebatada.
Hay
que expulsar del templo a todos estos p. mercaderes. En las urnas o a
latigazos si se tercia. Una no es nada violenta. Pero en vista de la
montaña de basura que descompone nuestras instituciones (el santo
sanctorum de la democracia), nadie puede pedirnos que seamos más
templados que el propio Jesucristo.
DdA, XI/2824
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