Ana Cuevas
Esta
vez ha sido un escandalazo trasversal.
Resulta que había canalla de
casi todos los estratos de nuestro regenerante sistema. Políticos a la
diestra y la siniestra, ambidextros para
robar a manos llenas. Sindicalistas que tiraban de tarjeta como si no
hubiera un mañana. Representantes de la élite empresarial que recetan
miseria a los trabajadores a la par que se dan lujos asiáticos con
fondos públicos opacos. En resumen, lo mejor de cada casa.
Si todos
estos estaban en el ajo es que muchos lo sabían y lo consentían. Otros
nos lo imaginábamos aunque no tuviéramos pruebas. Pero he de admitir que
la magnitud de la corruptela supera mis pesimistas expectativas. En el
caso de las tarjetas de Bankia podemos acceder a un muestreo de la
normalización de la inmoralidad en el entramado global que nos
envuelve. Si nos guiamos por estos parámetros, cualquiera en este país,
al margen de su declarada ideología, acepta la corrupción como algo
consustancial a nuestra identidad nacional. Si tienes oportunidad,
trincas. Si no lo haces, no te consideran honrado sino tonto. Es así de
categórico. Además, si te pillan, la cosa se acaba diluyendo. Como la
estafa está tan generalizada, no se pone demasiado interés en castigar
estos pecadillos veniales. En otros países, con menos caspa y menos
castas, se habría liado parda.
Pero
aquí somos de otra pasta. Otra palabra que rima con casta y que viene
como traída al pelo para explicar mis conclusiones finales sobre este
asunto. En España solo hay una casta. Trasversal como este timo de la
tarjetita. La casta de los que están dispuestos a todo por la pasta.
Esos que cambian sus principios por dinero. ¿Acaso algún día los
tuvieron? Entonces pienso en la revolución que mi pobre corazón anhela.
Pobre corazón, corazón de obrera que no aspira a otra cosa que a un
salario y una vida dignas. A una sociedad más justa donde se reparta la
riqueza, no entre cuatro sinvergüenzas, sino entre los más necesitados. Y
lucho por ello como puedo. Por dejar un mundo mejor para mis hijos y
los suyos. Tonto corazón, corazón proletario, sin ambiciones.
La
revolución, ya lo dijo Unamuno, solo puede hacerse en lo más íntimo.
Empieza en uno mismo. La revolución, si llega, no lo hará de la mano de
la casta de los adoradores de la pasta representen las siglas que sean.
De acontecer será cosa de los tontos. De los idealistas y de los
soñadores que llevan la revolución en sus arterias y educan a sus hijos
en valores caducos como la honestidad y la decencia. Esa es
la revolución que este país está pidiendo a gritos. ¿Regeneración
democrática? Para tragarse este sapo hay que ser rematadamente tonto. Y
como dicen en mi tierra: Tonto, tonto... mierda, mierda.
DdA, XI/2806
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