Miles de buitres callados/van extendiendo sus alas,/
no te destroza, amor mío, /esta silenciosa danza, /
maldito baile de muertos, /pólvora de la mañana.
Al alba,
Luis Eduardo Aute
Félix Población
Han pasado unos días desde la fecha en que fueron
ejecutados, hace ya 39 años, las últimas víctimas de la dictadura franquista.
Muchas veces me pregunté por la vida de los ejecutores de esos cinco últimos
asesinatos cometidos el 27 de septiembre de 1975. Como muchos españoles jóvenes
en esos años llegué a pensar con horror y error que quienes fusilaron a
aquellos dos jóvenes militantes de ETA y tres del FRAP, enfrentándose a la
oposición de la opinión pública internacional encabezada por el propio pontífice
de Roma, podrían haber sido soldados de reemplazo, algo que por generación me
hubiera podido tocar. Creo estar convencido de que jamás hubiera cumplido tal
orden, fuera cual fuese la identidad y los cargos que pesaran sobre los
condenados.
Pero no, quienes cometieron esos últimos crímenes de
Estado bajo el mandato del dictador, teniendo en contra a los quince países
europeos que retiraron a sus embajadores en España en señal de protesta, fueron
guardias civiles y policías nacionales del servicio de información, que se
presentaron a cumplir ese cometido de modo voluntario.
A Juan Paredes Manot (Txiqui) lo fusilaron en el
cementerio de Collserolla, en el extrarradio de Barcelona. A Ángel Otaegui, su
compañero de ETA, lo mataron en la prisión de Burgos. A los tres restantes,
miembros del FRAP, José Luis Sánchez Bravo, José Humberto Baena Alonso y Ramón
García Sanz, los ejecutaron en el campo de tiro de Matalagraja, en la localidad
madrileña de Hoyo de Manzanares.
Fueron tres, en este último caso, los pelotones de
policías y guardias civiles -compuestos cada uno de diez números, un sargento y
un teniente- que se encargaron respectivamente de las ejecuciones. Insisto que
todos sus integrantes se presentaron con carácter voluntario. Según cuenta
Alfredo Grimaldos en su excelente libro Claves de la Transición 1973-1986 (para adultos), ningún
personal civil presenció los fusilamientos, salvo -en el caso de los tres
últimos- el párroco de Hoyo de Manzanares, a quien despertaron de madrugada en
su casa para que diera la extremaunción a los tres condenados, pese a que
ninguno de ellos era creyente.
Un cuarto de siglo después de presenciar aquellas
muertes, don Alejandro contó en el programa Crónica de una generación,
elaborado por El Mundo TV para Antena 3 y en el que el propio
Grimaldos, con los periodistas Antonio Rubio y Manuel Cerdán figuraban como
investigadores, que además de los policías y guardias civiles que
participaron en los piquetes "había otros que llegaron en autobuses
para jalear las ejecuciones y algunos se acercaron a mí para amenazarme",
apuntó el cura: "Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los chicos
fusilados, aún respiraba. En ese momento se acercó el teniente que mandaba el
pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo
caído. La sangre me salpicó. No he dejado de tener pesadillas ninguna noche de
mi vida".
Desde aquella distante fecha no he dejado de
preguntarme, cada vez que se cumple un aniversario más de aquel alba de sangre,
por la vida de los ejecutores y su discurrir a lo largo de estos decenios, pues
creo que si don Alejandro no pudo liberarse de las pesadillas ni una sola noche
de su vida por haber asistido a los fusilamientos, otro tanto debería haberles
ocurrido, como mínimo, a quienes se prestaron voluntariamente a ejecutar la
máxima pena. ¿Qué habrá sido de sus conciencias? ¿Habrá sonado en ellas alguna
vez la canción de Aute?
DdA, XI/2803
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