
Lidia Falcón
Cuarenta y una es el número oficial de mujeres asesinadas por la
violencia machista en lo que va de año. Acuchilladas, tiroteadas,
estranguladas, lanzadas por el balcón, después de haber sido
maltratadas sistemáticamente durante años. Habitualmente por el hombre
que la amaba.
Estas son las cifras que ofrecen las instituciones gubernamentales.
En las cuentas de la Comisión de Investigación sobre la Violencia de
Género, en el Tribunal de Crímenes contra la Mujer de Madrid, en las
diversas asociaciones que en Galicia y en Barcelona y en Valencia
estamos recogiendo datos, aparecen muchas más. Claro que según el marco
legal obligado por la famosa Ley Orgánica de Medidas Integrales contra
la Violencia de Género –nombre abstruso si los haya y tan diferente del
de la ley venezolana “Por el derecho de las mujeres a una vida libre de
violencia”- ninguna víctima que no lo sea de su marido o pareja
permanente sentimental tiene la consideración de víctima específica de
género y por tanto no goza de la protección que esa ley se proponía
otorgarle, aunque sea evidente que no lo consigue. Por tanto, las
mujeres maltratadas por el cuñado, el yerno, el hermano, el amante
ocasional, el desconocido, y no digamos las prostitutas apaleadas por el
chulo, el proxeneta y el cliente, no entran en la estadística.
En los últimos treinta años 2.500 mujeres han sido asesinadas, en
cálculo aproximado y conservador dada la ausencia de datos fiables. El
número de apaleadas, violadas y acosadas sexualmente es desconocido.
Ustedes pueden imaginar un escenario en el que esas cifras
correspondieran a las víctimas del terrorismo y estarían seguros de que
el gobierno habría declarado Estado de Excepción en el país y el
Ejército patrullaría por las calles.
Pero estamos hablando de víctimas mujeres, la clase social y
económica más pobre y oprimida del país, que han cometido la enorme
torpeza de enamorarse o de relacionarse o de dejarse amedrentar por un
maltratador, al que incluso todavía quieren o que han querido, con el
que conviven o han convivido, en el escenario privado del hogar conyugal
donde no hay testigos, y por tanto el drama o la tragedia se desarrolla
en el secreto y el encubrimiento. No en el silencio porque tantas veces
después del asesinato los vecinos y familiares declaran que a ella se
la oía gritar a menudo y también se entendían claramente las amenazas de
muerte con que él la amedrentaba. Pero nadie de su entorno la protegió
antes de la última agresión ni denunció a la policía la situación. Y si
tal cosa se produjo, en un porcentaje innumerable de casos, las fuerzas
del orden que tienen encomendada la seguridad de los ciudadanos, antes
de recoger la denuncia e iniciar el atestado, recomendaron a la víctima y
a la familia que llegaran a un acuerdo con el denunciado, que lo
comprendieran si estaba estresado o borracho o drogado o desempleado o
era enfermo mental, que pensaran en las consecuencias de una denuncia
que lo internaría en prisión, con lo que perdería el trabajo y separaría
al padre de los hijos arruinando a la familia.
En Barcelona la policía, cuando considera que el caso no reviste
gravedad, entrega a la denunciante unas instrucciones escritas
explicándole que no abra la puerta sin mirar por la mirilla para saber
quién es el visitante, que no salga sola a la calle, que tenga un
pariente varón que la acompañe, y otras prudentes medidas que recuerdan
claramente las que acaba de difundir la Guardia Civil para que las
posibles víctimas de violación se protejan a sí mismas. Después de eso
invita amablemente a la denunciante a que se vaya a su casa sin abrir
atestado.
Si a pesar de tantos inconvenientes, la heroica mujer se decide a
seguir la acción penal, tiene el 55% de posibilidades de que su proceso
se archive inmediatamente. Del 45% restante se seguirá un juicio rápido
que terminará en condena en el 70% de los casos, la mayoría por un
acuerdo entre el fiscal y el abogado defensor, lo que supondrá una
condena inferior a dos años de prisión que será canjeada por el
eufemismo de “servicios a la comunidad”, para no decir que queda
impune. Las condenas por tanto, solo alcanzan al 38% de las denuncias.
Entre las últimas víctimas una había presentado 33 denuncias y otra
tenía vigente una orden de alejamiento. El caso de negligencia e
impunidad mayor es el del asesino que mató a su suegra y a su novia,
hija de aquella, aprovechando un permiso penitenciario. Y tengan en
cuenta que el asesinato de la suegra no está incluido en la famosa Ley
de Violencia, que tan satisfecho y orgulloso de su aprobación tiene al
Partido Socialista. Pero a ninguno de los jueces ni fiscales ni forenses
que intervinieron en los procesos se les ha pedido responsabilidades
por haber desasistido a las asesinadas. No hay nadie más impune por la
negligencia de sus actuaciones que los funcionarios de la Administración
de Justicia. No se conoce de ningún caso en que se haya denunciado, aún
menos procesado o condenado a un juez o fiscal cuando después de haber
seguido repetidos procesos contra un acusado este asesina a la mujer a
la que ya ha golpeado, violado y amenazado durante años, porque se
negaron a ingresarle en prisión o le concedieron un permiso de salida
cuando ya estaba encarcelado.
Mientras, desde las esferas institucionales como también desde
algunas organizaciones de mujeres en la órbita del PSOE, se exhorta
continuamente a las víctimas a denunciar a los maltratadores
asegurándoles la protección de un Estado que sigue siendo patriarcal y
cuyos servidores, con contadas y honrosas excepciones, mantienen el
criterio milenario de que las mujeres merecen correctivos adecuados a su
inestabilidad emotiva e intelectual, o que en todo caso exageran,
mienten y abusan continuamente de las denuncias falsas para obtener no
se sabe qué beneficios.
Unas últimas estadísticas explicaban que habían disminuido las
denuncias, y no sé si por ello se felicitaban los dirigentes
gubernamentales indicando que estábamos ya en el proceso de erradicar la
violencia machista, cuando este es el síntoma de la pérdida de
confianza de las mujeres en la protección que puedan prestarles las
instituciones. Toda víctima sabe de la tortura que significará iniciar
un proceso penal y de los pocos beneficios que obtendrá con él. Toda
víctima sabe que quizá un juez comprensivo le dará una orden de
alejamiento del agresor pero que no le dará de comer ni a ella ni a sus
hijos. Toda víctima sabe que si no tiene una protección eficaz será más
vulnerable después de presentar la denuncia y tendrá más probabilidades
de que el maltratador se convierta en asesino, ejecutando la venganza
contra el atrevimiento y la rebeldía de su esclava. Y, aunque así se la
quiera presentar, como no es tonta el instinto de conservación la
llevará a aguantar mientras pueda o a buscar una solución negociada de
separación o divorcio, que no engrosará las listas de la violencia de
género. Lo que, naturalmente, también satisfará al gobierno que verá sus
estadísticas mejorar, a la policía que se ahorrará interrogatorios y
detenciones y a los juzgados que tendrán menos expedientes que tramitar.
Si tan prudente conducta conduce al engreimiento y la seguridad en sí
mismo del maltratador, se ha conseguido el efecto indeseado contrario
al buscado por la Ley de Violencia: que los verdugos se sientan impunes y
transmitan a sus iguales la misma convicción.
Encarna Bodelón analiza en su libro Violencia de género y las respuestas de los sistemas penales. Según los datos del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del
Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), en 2012 las denuncias por
violencia de género registradas en los juzgados y tribunales de España
bajaron un 4% respecto al año anterior y un 10% en los últimos 5 años.
Esta pregunta plantea para la profesora Bodelón diversos problemas:
“Parece que el problema son las mujeres, su ausencia de denuncia; el
hecho a explicar es el comportamiento de las mujeres”. Pero, según la
autora del libro, la pregunta deja fuera una gran cuestión: “¿qué pasa
cuando las mujeres denuncian?”. Exactamente lo que estoy analizando en
este artículo.
Bodelón explicó que el estudio que ha realizado muestra una doble
imagen de la violencia de género: “por un lado, las entrevistas
realizadas a mujeres …hablan de largos procesos de violencias en las
relaciones de pareja y de violencias múltiples (físicas, psíquicas,
sexuales, económicas). Al mismo tiempo, la forma en que se trata el tema
por el sistema penal reproduce una imagen muy diferente: “se muestra
como violencias puntuales, mayoritariamente en forma de violencia
física; violencias machistas graves se convierten en “conflictos de
pareja”, “incidentes puntuales”, violencias banalizadas y situadas más
en el universo de la violencia interpersonal”. Así, las violencias
psíquicas desaparecen casi prácticamente del proceso penal y la
violencia física se fragmenta en casos episódicos. Las razones para esto
son diversas; a veces las mujeres no relatan todo el proceso de
violencia pero también sucede que muchos sistemas penales no recogen
toda la complejidad del proceso, porque no existen figuras de violencia
habitual y por la ineficiencia de las prácticas jurídicas, como una
instrucción deficiente”.
“Un ejemplo de esto es que en el Estado Español el maltrato habitual
nada más se encuentra presente en un 4,8% de los expedientes estudiados
mientras que en la III Macroencuesta sobre la violencia contra las
mujeres, realizada a nivel estatal en 2006, se afirma que el 63,8% de
las mujeres que se consideran maltratadas confiesan que lo son desde
hace más de 5 años”.
Bodelón sigue explicando que la impunidad de los agresores en los
casos de violencia de género es patente en menor y mayor medida… Se
examinaron los expedientes de los juzgados de Barcelona y, del conjunto
de los estudiados destaca que nada más el 36,1% de ellos acaba en una
condena del agresor. En el resto de los casos, un 63,9%, la demanda
judicial de la víctima finaliza con un sobreseimiento o con la
absolución del agresor. La conclusión, entonces, es que nada más una
tercera parte de las mujeres que inician un proceso obtendrán una
sentencia de condena de su agresor. Pero únicamente el 27,4% de las
mujeres que dijeron en la Macro encuesta antes citada que habían sufrido
violencia de género alguna vez en su vida habían denunciado a su pareja
o ex pareja. La conclusión de Bodelón es demoledora: “Así que, de todas
las mujeres que padecen violencia en la pareja, nada más el 9,8%
obtendrán como resultado una sentencia condenatoria de su agresor”.
Nada más que añadir.
DdA, XI/2.784
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