Los pueblos asturianos se han vuelto como esos pastos árticos que sólo
despiertan de su letargo durante un breve periodo de verano. Por unos
días, las casas cerradas resucitan, abren sus puertas y ventanas y se
calientan de nuevo al fuego del hogar. Los caminos, hasta ahora
solitarios, se pueblan de caras amigas y los cruces se llenan de
palabras que evocan recuerdos de la infancia. Nos rodea un ambiente de
celebración continuada y cualquier escusa es buena para sentarse
alrededor de una mesa bien provista. Pero todo tiene también un aire
efímero, una urgencia de días contados, de tiempo prestado en un paraíso
al que ya no pertenecemos y que no sabemos cuánto durará. Porque cada
verano son más las sillas que quedan vacantes y las casas que ya no se
abren. Porque cada invierno son menos las chimeneas que echan humo.
La emigración causada por la burbuja del ladrillo ha sido el último episodio de una sangría humana que, durante décadas, ha vaciado nuestros pueblos. Los jóvenes se marcharon impulsados por sueños de prosperidad que, en algunos casos, la crisis convirtió en pesadillas. Pero también se marcharon expulsados por unos precios agrícolas hundidos y unos costes inflados para beneficio de intermediarios y especuladores. El precio al que se le paga la carne al productor hoy es el mismo que hace treinta años, el de la maquinaria, los combustibles, la electricidad y demás, creo que no. A esto hemos de sumar los impuestos, tasas, licencias, permisos y todo tipo de exacciones con las que contribuimos a mantener unos servicios públicos menguantes y unas fortunas privadas crecientes. El campo asturiano se muere y, cuando algún CSI del futuro le haga la autopsia, encontrará sin duda delatoras huellas en su cuello y concluirá que no murió por causas naturales, sino asfixiado con premeditación y alevosía.
La emigración causada por la burbuja del ladrillo ha sido el último episodio de una sangría humana que, durante décadas, ha vaciado nuestros pueblos. Los jóvenes se marcharon impulsados por sueños de prosperidad que, en algunos casos, la crisis convirtió en pesadillas. Pero también se marcharon expulsados por unos precios agrícolas hundidos y unos costes inflados para beneficio de intermediarios y especuladores. El precio al que se le paga la carne al productor hoy es el mismo que hace treinta años, el de la maquinaria, los combustibles, la electricidad y demás, creo que no. A esto hemos de sumar los impuestos, tasas, licencias, permisos y todo tipo de exacciones con las que contribuimos a mantener unos servicios públicos menguantes y unas fortunas privadas crecientes. El campo asturiano se muere y, cuando algún CSI del futuro le haga la autopsia, encontrará sin duda delatoras huellas en su cuello y concluirá que no murió por causas naturales, sino asfixiado con premeditación y alevosía.
El Comercio DdA, XI/2.778
1 comentario:
Da pena comprobarlo año tras año. ¿Qué fue de aquellas ablanes de las romerías?
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