Jaime Richart
He escrito mucho sobre un
asunto, el del comedimiento y la moderación, que siempre me pareció
importante desde el punto de vista vital, quizá porque entronca con mi
personalidad y mi carácter aunque no tanto con mi temperamento. Pero
nunca se es bastante reiterativo en ciertas materias cuando lo son los
discursos políticos y sociales, las tertulias y los debates al hacer
constante alusión a las palabras bienestar y austeridad...
El caso es que por una pedagogía en parte religiosa, en otra parte
castrense, en otra filosófica llevada a sus últimos extremos y en otra
represora impartida durante cuatro décadas de dictadura política, social
y moral, mi generación se forjó en la moderación de grado o por fuerza.
Aunque naturalmente eso no quiera decir que, ni mucho menos, abundasen
más los virtuosos que los libertinos y disolutos sino todo lo contrario.
Pero la pedagogía tenía que hacer en general sus efectos a lo largo de
la vida en buena parte de sus aspectos, aunque sólo fuese como
referencia. Por eso mi generación no ha tenido especiales problemas.
Vivió bien en lo fundamental el presente, sin perder de vista el futuro
basado en la previsión del ahorro y la solidez de la austeridad de fondo
inculcada.
Ahora bien, una vez rotas las ligaduras que unían a la
población española a la tiranía, las siguientes generaciones percibieron
la nueva realidad de puertas abiertas a la libertad sin freno, como un
pistoletazo de salida para hacer todo lo que no hicieron o no pudieron
hacer las anteriores. Así, a la escasa responsabilidad o culpa de estas
debida a la tutela forzosa que los dirigentes políticos y religiosos
imponían como una fatwa a la población, sucedió otra suerte de
irresponsabilidad colectiva que afectó a quienes estaban hastiados de la
represión psicológica transmitida por vía educacional, en cuya virtud
confundieron entusiasmo por la vida libre con la despreocupación por el
futuro: el propio y el de las generaciones siguientes. Y las
instituciones y la banca la alentaron.
Los
políticos neófitos, en una mezcla entre azarosa, dramática y ridícula
empezaron a representar una farsa, en parte involuntaria, para pasar
rápidamente de un régimen oprobioso a otro presuntamente decoroso bajo
la vigilancia de un ejército que mantenía intactos y vivos los típicos
"valores" del franquismo. Así, la Transición consistió simplemente en
dar cobertura a la voluntad del dictador fallecido a través de una
Constitución que incluía, por un lado, la monarquía como forma de Estado
y, por otro, el personaje preparado al efecto para representarla. Y el
pueblo, sintiendo sobre sus nucas el aliento o los fusiles de ese
ejército, se apresuró a aprobarlo todo, Constitución y monarquía, como
la mejor manera de salir cuanto antes de los peligros de un golpe de
Estado. Todo lo que ha llegado después es consecuencia de estas
maquinaciones y trampas en origen, de una Transición trucada y de una
educación exenta de toda austeridad.
Todo lo
dicho explica, de principio a fin, la desmesura que, tras la opresión
política y moral, ha vivido este país durante veinte años. Así, Bancos,
Cajas de Ahorro, Banco de España y sucesivos gobiernos, hijos todos de
la libertad casi sin control, propulsaron el lujo como estilo de vida;
siendo lujo todo lo que excede con creces lo razonable para vivir con
dignidad y trasciende el bienestar austero. Todo, bajo la atenta mirada
de los prestamistas europeos que, pese a prever lo que habría de suceder
sobre el uso del dinero transferido a España no podían, como un Dios no
providente, intervenir en el uso nefasto que se le estaba dando. Tenían
que esperar sencillamente, al momento oportuno de exigir el pago de
intereses cuyo término ha llegado hace poco.
En
tales condiciones el grueso de la sociedad, que ya había perdido tanto
el sentido del ahorro que aconseja la prudencia como la sobriedad que
recomienda la previsión, se topa súbitamente con la realidad brutal para
demasiados: la crisis. Tan poco acostumbrada esa gran porción de la
sociedad a la penuria y tan inclinada por otro lado al consumo (un
consumo atizado por el mercado, por la publicidad, por la propia banca
que también había perdido sus principios y por las Cajas de ahorro
públicas entregadas a aficionados apadrinados por los políticos), cae de
bruces en depresión económica y de consuno patológica. Los consultorios
psicológicos se saturan y la escasez se enseñorea del país. Al
principio es una escasez de bienes superfluos al caer bruscamente el
consumo nefasto, pero luego sobreviene otra escasez más dramática para
infinidad de familias que se quedaron de repente sin empleo: la de
bienes esenciales, alimentos y techo.
El caso
es que, esa crisis golpea atrozmente en buenas partes del cuerpo social
del este país y las empobrece severamente, poniendo al mismo tiempo al
descubierto un proceso soterrado de saqueo y de abusos sostenidos
durante décadas que pasará a la historia de la infamia de los poderosos y
de los políticos de nuevo cuño. El trance agrava considerablemente la
desigualdad que ha existido siempre, y la palabra austeridad se
enseñorea del discurso político no como llamamiento para avenirnos a
ella todos por igual, sino para imponérsela los poderes al pueblo en la
medida que quienes lo detentan se enriquecen más y más.
Sea como fuere, tras los 37 años posteriores a la relativa caída del
régimen anterior nos encontramos en España en una fase de completa
decadencia. La culpa es ante todo de todos los poderes y luego de la
ingenua población media que sucumbió a las tentaciones que los poderes
le ofrecieron. Y lo que ahora le incumbe tanto a aquellos es seguir
combatiendo los abusos y enfrentarse a ellos, pero haciendo esa lucha
compatible con la profilaxis de una vida austera saludable y por eso
mismo deseable, tanto en el plano individual como en el colectivo.
DdA, XI/2795
No hay comentarios:
Publicar un comentario