Jaime Richart
A fuerza de porrazos, de multas y de cárcel puede que lo consiga;
que consiga el gobierno someter y amordazar a la ciudadanía. Exigiendo
autorización para manifestarse, este gobierno trata a la ciudadanía como el
padre que ordena al hijo adulto que le pida permiso para salir a la calle. Y
luego acusan a los dirigentes de ciertas repúblicas latinoamericanas de dictadores.
Entre nosotros, de un lado la Constitución reconoce el derecho
a la manifestación, y de otro el gobierno se atribuye el suyo para prohibirlo.
Si a eso se añade el empobrecimiento de grandes masas de población que el
saqueo y el derroche de las arcas públicas y los recortes sociales están
causando al país, esto está mucho más cerca de un Estado fallido y represor que
de un Estado de derecho. Eso, por más que lo repitan gobierno y periodistas
cómplices una y otra vez, en otro ejercicio interminable de engaño y de autoengaño.
La arbitrariedad y los abusos son moneda corriente.
En efecto. Este gobierno es una dictadura organizada. En tiempos de Franco la policía disolvía toda concentración de personas en la calle por pequeña que fuese, al grito de “¡disuélvanse!”. ¿Veis alguna diferencia cuando el gobierno aborta concentraciones semejantes con cargas, de manera amenazante, imponiendo multas o haciendo que los jueces metan a la gente en la cárcel? Pues es lo mismo que decidía el TOP, el siniestro tribunal de orden público franquista. En tales condiciones, ¿qué sentido tienen la manifestación y la huelga? ¿Qué mella, qué desgaste ocasionarán al gobierno o a la empresa si la huelga o la manifestación son declaradas ilegales por no haber sido autorizadas precisamente porque minan la eficacia política de uno o la competencia comercial de la otra?
En efecto. Este gobierno es una dictadura organizada. En tiempos de Franco la policía disolvía toda concentración de personas en la calle por pequeña que fuese, al grito de “¡disuélvanse!”. ¿Veis alguna diferencia cuando el gobierno aborta concentraciones semejantes con cargas, de manera amenazante, imponiendo multas o haciendo que los jueces metan a la gente en la cárcel? Pues es lo mismo que decidía el TOP, el siniestro tribunal de orden público franquista. En tales condiciones, ¿qué sentido tienen la manifestación y la huelga? ¿Qué mella, qué desgaste ocasionarán al gobierno o a la empresa si la huelga o la manifestación son declaradas ilegales por no haber sido autorizadas precisamente porque minan la eficacia política de uno o la competencia comercial de la otra?
Esta ley de inseguridad ciudadana está dispensando un panorama
social desolador. Como si no fuera suficiente el escandaloso saqueo durante
años de la arcas públicas a cargo de políticos, empresarios y cómplices, que
se cuentan ya por miles, sean del poder central, autonómico o municipal, o de
miembros de la monarquía.
Franco necesitó 40 años para someter al pueblo
español. Al actual gobierno le han bastado poco más de dos años. Es más, la
única diferencia entre una dictadura oficial y este régimen de mayorías absolutas
consiste en que en aquélla todo el mundo sabe a qué atenerse, pero ahora no.
En España el pueblo no gobierna, y poco a poco la sociedad se va convirtiendo
en un ente silencioso recluido en casa para no ser apaleado, multado o encarcelado;
una sociedad cuya única válvula de escape empieza a reducirse a la denuncia de
un puñado de periodistas que parecen los únicos legitimados para hacerlo en
nombre del escrúpulo y de la indignación.
Vivimos tiempos disparatados, pero esta ley de inseguridad
ciudadana es el colmo del abuso y del despropósito. Puede que lo consigan...
hasta que lleguen los salvadores, pero mientras tanto España, dada la calaña
de sus dirigentes en todas las instituciones, está apareciendo ante el mundo,
una vez más, como un país oprimido y deprimido; un país a merced de un puñado
de bucaneros que legislan y maniobran contra la igualdad, que degradan las garantías
jurídicas y conculcan la Constitución y los derechos humanos sin ninguna
consecuencia. Y todo, con el beneplácito o el jolgorio de Europa. Por todo el
daño que nos están haciendo, hay que maldecirles a todos.
DdA, XI/2.769
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