José Abur-Tirbash
En política las palabras cuentan y en la política internacional cuentan aún, si cabe, más. Las situaciones de crisis y conflictos son muy ilustrativas. Las confrontaciones suelen venir precedidas y acompañadas de una guerra psicológica y de propaganda. Su objetivo es crear un estado de opinión favorable para recabar apoyos internos y externos; además de movilizar recursos de todo tipo (humanos, materiales, económicos, políticos, militares y diplomáticos).
En la era actual,
presidida por las tecnologías de la información y comunicación, esta
tendencia se ha multiplicado. El manejo de las TIC constituye un arma
imprescindible en la guerra de la información que acompaña a la
desplegada sobre el terreno. En algunos casos la desigual disponibilidad
de recursos informativos y comunicativos entre los contendientes
refleja también la que mantienen en otros ámbitos, desde el tecnológico
hasta el militar. Semejante pauta se cumple en el actual enfrentamiento
bélico entre el ejército israelí y las milicias de Hamás. Mientras el
primero tuitea en inglés su asalto militar sobre Gaza, las segundas
carecen de un referente equivalente en la web en inglés.
Todo esto recuerda la preponderancia y, en ocasiones, hegemonía que ha
mantenido el discurso oficial israelí sobre el conflicto a lo largo de
su prolongada historia. Desde su emergencia, a finales del siglo XIX, el
movimiento sionista lanzó una campaña política y mediática entre los
círculos de poder occidentales. Los mitos y eslóganes sobre su empresa
colonial en Palestina resultaron muy apropiados para conseguir la
simpatía y el apoyo de las principales potencias mundiales del momento.
En particular de Francia y Gran Bretaña que, durante la Primera Guerra
Mundial, planeaban darle el golpe de gracia al declinante Imperio
otomano para repartirse sus dominios territoriales en Oriente Próximo,
como desvelaron los acuerdos Sykes-Picot (1916).
Entonces Palestina constituía una realidad e Israel era sólo un sueño
colonial en la mente de los líderes sionistas. Más del 90 por ciento de
su población era árabe-palestina (de confesión mayoritariamente
musulmana, seguida de la cristiana y de una minoría judía), que
mantenía en proporción semejante la propiedad de la tierra. Para
invertir los términos de esa existencia (esto es, que Palestina sea hoy
prácticamente una ficción e Israel una realidad), resultó imprescindible
el apoyo de Gran Bretaña como potencia mandataria en Palestina durante
el periodo de entreguerras; y el de Estados Unidos desde la posguerra
hasta la actualidad.
Para tratar de
legitimar su transformación de Palestina no menos importante ha sido un
potente aparato de propaganda y difusión de ciertos mitos: desde la
presunta promesa divina hasta la definición de Palestina como un espacio
vacío. Los palestinos eran invisibles o simplemente no existían a ojos
de los dirigentes sionistas, no porque no los vieran, sino porque desde
su prisma colonial no los consideraban un pueblo digno de derechos. Así
fueron definidos como nómadas, sin arraigo a un determinado territorio
y, por tanto, ubicables en cualquier Estado árabe de su entorno. Luego
fueron denominados como refugiados, un problema meramente humanitario,
sin ninguna connotación nacional y sobre el que Israel desplazaba su
responsabilidad (de limpieza étnica de Palestina) hacia los gobernantes
árabes. Sin olvidar, por último, su sempiterna calificación de
terroristas.
En suma, pese a que los
denominados nuevos historiadores israelíes han desmantelado la historia
oficial israelí, los nuevos ciclos de violencia que registra el
conflicto siguen siendo definidos predominantemente por una de sus
partes. Los sucesivos gobiernos israelíes se reservan los términos y la
(des)calificación del otro. Peor aún, es el eco mediático y reproductor
que encuentran entre algunos círculos sin ningún reparo ni
contrastación empírica. Así una masacre es definida como una guerra
defensiva y sus víctimas son culpadas por estar ahí o por prestarse a
ser escudos humanos de Hamás, sin mayor verificación o evidencia que un
tuit del ejército israelí, mientras que el derecho a la legítima defensa
es monopolio exclusivo de Israel. Como señala el veterano periodista
Eugenio García Gascón: “hay dos formas de informar sobre el conflicto:
poniendo énfasis en las declaraciones o poniendo énfasis en los hechos.
Dependiendo de la opción que se escoja, se transmitirá ficción o
realidad”.
El Diario.es DdA, XI/2.758
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