Lo primero que me ha chocado es la disparidad de
tratamientos. Quizá sea un problema de cultura política. En general la
prensa belga escrita fue comedida. Se esbozaron las luces y las sombras
del abdicante y se perfiló a grandes rasgos la figura de su sucesor. Si
algo recuerdo de aquellos días fue el predominio de la vocación
analítica de los comentaristas.
La situación política y económica por lo demás del Reino de
Bélgica no era entonces precisamente muy boyante. La embestida
nacionalista (por no decir secesionista) flamenca todavía no estaba
demasiado contenida; la crisis generaba dolorosas punzadas sociales; la
mendicidad había aparecido en las calles bruselenses, incluso en las más
elegantes; las ONG centuplicaban sus esfuerzos. Para colmo, un
olorcillo de escándalo rodeaba a la pareja real. El contexto, en una
palabra, era relativamente parecido al español actual.
Pero, ¡qué diferencia en cuanto al tenor de la prensa escrita y
los comentarios de las personalidades políticas y del mundo cultural e
intelectual! Me ha dejado perplejo. Quizá sea también consecuencia de
mi distanciamiento de la escena española. Ya no vengo por este país
tanto como solía.
Como no tengo aquí radio ni televisión, solo puedo referirme a los
medios de comunicación diarios. ¿Qué me ha llamado la atención de la
prensa escrita madrileña?
En primer lugar, la hipertrofia de las alabanzas (a veces un tanto
babosas) sobre la figura del rey Juan Carlos. Como si la democracia (me
permito añadir que de calidad un tanto baja) de que disfrutamos hubiera
sido producto de su sola voluntad.
En segundo lugar, la ausencia de cualquier reflexión crítica sobre
el papel desempeñado por los sucesivos Gobiernos que han dirigido la
política del Estado durante su reinado. Con sus altos y sus bajos, sus
focos y sus velas, han sido los diferentes partidos políticos
representados en las Cortes los que han dado luz verde a las iniciativas
gubernamentales en materia legislativa. La sanción real siempre ha sido
una mera fórmula.
En tercer lugar, la falta de una reflexión mínimamente seria sobre
las relaciones entre el monarca y los presidentes del Gobierno que han
actuado desde el 23-F. Eso sí, han proliferado los elogios un tanto
paroxísmicos al papel del rey en el fracaso del intento de golpe de
Estado.
No seré yo quien regatee méritos en este vidrioso asunto pero me
atrevo a aventurar dos hipótesis: a) si el rey se hubiera situado detrás
del golpe, este hubiese triunfado; b) de haberse producido este
escenario, es verosímil que con él se hubiera puesto en juego el futuro
de la Corona. No discuto el patriotismo real. Simplemente me limito a
recordar lo que terminó ocurriendo a su augusto abuelo (a quien algún
historiador de los muchos que han escrito durante estos días extiende
poco menos que un certificado de buena conducta) tras haber consentido,
si no alentado, el golpe primorriverista de 1923.
Por lo demás, y de nuevo sin negar méritos, me permito señalar
que, al oponerse al golpe, el rey no hizo sino cumplir con su deber. En
un sentido funcional, teleológico y, si se me apura, histórico. Al fin y
al cabo, monárquicos fueron quienes se autoconstituyeron en la punta de
lanza de la conspiración que llevó a la sublevación de 1936. También
fueron monárquicos quienes complotaron con una potencia extranjera
(aunque todavía se ignora si Alfonso XIII estaba al tanto) y un general
monárquico y conspirador contribuyó a aupar a Franco a su excelso
puesto, que ya no abandonaría jamás. Hoy no es de buen tono hablar de
sus responsabilidades.
Históricamente hablando no hay mucho que agradecer a la Monarquía
desde los años veinte del pasado siglo hasta, digamos, la Constitución
de 1978. Y aún así. A medida que los archivos extranjeros van desvelando
algunos de los entresijos de la transición (algo que no ocurre con los
españoles, cerrados providencialmente a cal y canto por el actual
Gobierno) se refuerza la hipótesis de que el rey Juan Carlos no hubiera
tenido un porvenir excesivamente brillante de no haber impulsado el
proceso que llevaría a la quiebra del sistema político e institucional
del franquismo.
Pienso que alguna reflexión de tal tipo no hubiera venido mal en
estos días, por no hacer hincapié en que el descrédito en el que se ha
sumido la Monarquía en los últimos años no ha sido precisamente el
resultado de una conspiración izquierdista, antisistema, republicana o whatever
sino de cosecha propia. Si la imagen, probidad, credibilidad e incluso
idoneidad del rey Juan Carlos han estado por los suelos en los últimos
años es difícilmente negable que la mecánica que condujo a tan
deplorable situación la puso en marcha él mismo.
No sabemos cómo la historia juzgará a Juan Carlos I. Se admiten
todo tipo de apuestas pero al menos deberíamos ser lo suficientemente
autoanalíticos para recordar, siquiera brevemente, que la aparente
brillantez de su reinado que tanto se ha ensalzado estos días ha sido
también el resultado, esencialmente, del pueblo español, es decir, un
pueblo con ansias de libertad, igualdad y prosperidad y que ha
comprobado cómo se les han cortocircuitado en un remedo del bienio negro
de infausta memoria. Si al rey se le han atribuido tantas luces ¿no
sería razonable atribuirle, al menos, algunas de las sombras?
Lo que hemos leído es, en buena medida, una operación de
maquillaje. Quizá necesaria pero sugiero guardar la prensa escrita de
estos días como materia prima para, dentro de unos años, volver la
mirada atrás y contrastarla con las revelaciones que de aquí a entonces
seguramente habrán ido apareciendo. Cuestión de hacer historia.
DdA, XI/2.722
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