Félix Población
Hace unos días quedé sorprendido por unas cuantas fotografías hechas en
Londres. En las mismas se podía observar que la autoridad
correspondiente había establecido en determinados lugares a cubierto de
la capital inglesa, susceptibles de ser utilizados por los vagabundos
como lugar de estancia o dormida, unas superficies con púas o puntas a
fin de evitar la permanencia o el reposo de quienes carecen de techo y
no tienen otro lugar donde afincar temporalmente su tránsito errabundo.
Las imágenes me llegaron al poco de leer en la prensa regional que dos
vagabundos extoxicómanos de Avilés de 41 y 44 años, en edad por lo tanto
de ser útiles a la sociedad si la gestión del país cumpliera con el
derecho constitucional al trabajo que asiste a todos los españoles,
lograron salvar la vida de una niña de nueve años que había sufrido un
infarto en su casa. Gracias a que uno de ellos había sido ATS, la
primera asistencia fue decisiva para que la pequeña llegara al hospital
aún con vida, una vez fue atendida de urgencia por los servicios médicos
ambulantes.
Desconozco a la hora de escribir este artículo si Daira Yael (nombre de
la niña) va a superar esa gravísima circunstancia, pues se temía lo
peor al día siguiente de suceder el percance, pero el lector puede
imaginar la desesperación de la madre ante la posibilidad inminente de
perder a su hija y el valor que para ella tuvo el auxilio inmediato
prestado por ambos vagabundos, que en esos momentos esperaban a la
puerta del albergue para transeúntes donde pretendían pasar la noche.
Tampoco sé si el fuerte abrazo y el sentimiento de reconocimiento del
padre de la niña, agradeciendo a Javier Pérez Alonso y Carlos Conde
Isoba su ayuda, va a tener alguna consecuencia en la vida al raso y al
vacío que llevan los dos auxiliadores. Pero de lo que debemos estar
convencidos quienes aspiramos a reparar según nuestras modestas
aptitudes la deshumanizada sociedad que la fiebre y codicia del dinero
están organizando -según el modelo impuesto por la dictadura de los
mercados, que también nos expolia de humanidad-, es de la solidaria
entretela humana de esos dos vagabundos y su espontánea e instintiva
lección ética, una más de las que surgen desde abajo y prenden tan poco
por arriba.
Las autoridades londinenses aspiran a proteger la estética de su vistosa y
cosmopolita ciudad evitando que los vagabundos duerman o descansen en
determinados rincones más o menos protegidos del tráfago urbano.
Utilizan para ello un recurso menos lesivo pero de similar carácter
disuasorio al que se emplea en las fronteras entre los países pobres y
los países ricos. No sería aventurado pensar que esa temeraria
pretensión de hacerlos desaparecer de la vista del ciudadano respetable y
del turista consumidor, pueda ocasionar a la larga en el pecho de los
vagabundos instintos muy dispares a los que movieron a Javier y Carlos a
socorrer el corazón herido de la pequeña Daira Yael.
Ojalá el corazón de esa niña siga adelante para que alguien le
explique, algún día, que sus dos salvadores hubieran merecido, por parte
de una sociedad más justa, la dignidad y la oportunidad de porvenir que
hasta ahora se les ha negado y su corazón merece.
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