Tito Tricot*
Cuando los cerros de Valparaíso se hundían en llamaradas de hielo, me
pareció por un instante ver a la distancia un lucero naranja que se
alejaba hacia las estrellas. Debí haber imaginado que García Márquez
simplemente se moriría de pena por aquel incendio que arrasó sin piedad
la pobreza de los pobres, el trabajo de los trabajadores, la vida de
los vivos. Fue una noche infernal donde la mismísima majestad del
océano pacifico se rindió ante las inclementes llamas que parecían
solazarse en el terror de los porteños que lloraban de angustia, de
rabia, de impotencia. Es que no llegaron a tiempo ni los bomberos, ni la
Conaf, ni la municipalidad, ni nadie, porque –claro– seguramente
algunos piensan que la manera más expedita para eliminar la pobreza es
dejar morir a los pobres. Pero los pobres no se mueren tan fácilmente, y
los hombres y mujeres de los cerros del puerto, tampoco. Y así
continuaban ardiendo las alturas donde en más de una noche estival
muchos hicieron el amor en medio de las sinuosas quebradas. Y mientras
más intenso el fuego, más el asombro de los porteños que veíamos como se
pintaba el cielo de arreboles carmesí con pinceles de miedo. Y los
grifos sin agua, y las autoridades deambulando por oficinas palaciegas
sin saber que hacer o decir; y los cerros convertidos en brasas
gigantes. Y todos espantados porque se nos venía escaleras abajo la
ciudad; se nos desmoronaba de incendio, se nos desplomaba de congoja. De
un momento a otro se nos congeló la sonrisa, se nos erizó la piel, se
nos arremolinó la garganta y lloramos entre todos en un vano intento
por juntar todas las lágrimas porteñas para por fin apagar el maldito
incendio.
Mientras tanto a alguien se le ocurrió declarar a Valparaíso zona de
catástrofe, firmándose un decreto de excepción constitucional para
legalizar la incompetencia de las autoridades que seguían en sus pulcras
oficinas. Era más simple sacar a las Fuerzas Armadas a la calle para
mantener el orden social que, supuestamente, sería subvertido por un
tropel de porteños que descendían de los cerros escapando del mayor
incendio de la historia de Chile. Es que el poder le tiene miedo al
cerro y por eso se refugia en el plan de la ciudad en una mole de
cemento donde observa a los cerros desde una prudente distancia. Lo mira
pero no lo toca, no conoce ni quiere conocer a la gente común y
corriente que es la que mueve al puerto, lo viste de historia, de
esfuerzo, de amor, de memoria, de dignidad. Sólo se acuerdan de los
cerros y de sus habitantes en periodos electorales para desplegar sus
redes clientelares y fascinantes promesas. Y la gente cree, y la gente
vota, mas nunca se cumplen las promesas, y por eso no hay agua en los
grifos, no hay bomberos que lleguen a tiempo, no hay planes de
emergencia para prevenir incendios forestales.
A lo mejor en la municipalidad, en el gobierno regional y nacional,
sólo pensaban en el bien de todos, en ayudar a las víctimas del
infierno, en albergar a los damnificados. Pero tengo la sospecha que lo
más probable es que no pensaran nada, que quizás no sabían cómo pensar. Y
en medio del caos, la ineficiencia y el desconcierto oficial, emergió
la solidaridad porteña. El pueblo de Valparaíso se auto convocó y auto
organizó sin pedirle permiso a nadie. Sin interminables reuniones,
comités o inútiles estados de excepción que no lograban controlar el
incendio o ayudar a las víctimas del mismo, los jóvenes y no tan
jóvenes, subieron a los cerros, o bajaron a los cerros desde otros
cerros más altos. Claro, porque casi todo Valparaíso habita en ellos.
Así miles y miles de voluntarios se dirigieron a ayudar a los pobladores
que lo habían perdido todo y se removieron toneladas de escombros, se
limpiaron calles, se subieron y bajaron quebradas día y noche. Se
distribuyeron alimentos, ropa y útiles de aseo, se organizaron ollas
comunes. Fue y ha sido el pueblo porteño, y particularmente la juventud,
con la cooperación desinteresada de voluntarios de decenas de ciudades
chilenas, los que comenzaron a levantar los cerros Mariposas, La Cruz,
Merced, Las Cañas, El Litre, Ramaditas, Rocuant. No fueron ni las
Fuerzas Armadas ni la municipalidad. Si no hubiese sido por el arduo y
sacrificado trabajo de voluntarios y los mismos vecinos, los magullados
cerros del puerto jamás hubiesen podido comenzar a levantarse de las
cenizas.
El movimiento social remeció a Valparaíso, a pesar de que las
autoridades hicieron lo imposible por obstaculizar el acceso a las zonas
afectadas de voluntarios y vehículos con ayuda. Se intentó burocratizar
la tragedia, obligando a los voluntarios a inscribirse previamente y
usar pulseras identificadoras y, además, restringiendo el horario de
subida al cerro de 13:00Hrs a 21:00 Hrs. ¿Debe suponer uno que antes del
mediodía nadie requería ayuda? ¿Debe pensar uno que el frío nocturno no
escarchaba la desolación de las víctimas? Esas noches en que montado
en gotas de rocío, García Márquez se acercaba cada vez más a las
estrellas. Es que se estaba muriendo de tristeza por Valparaíso. El
magnífico narrador y periodista debe haber quedado perplejo al escuchar a
la periodista Mónica Pérez, de Televisión Nacional, exclamar sin
inmutarse que el incendio “parecía un gran asado”. O que se les
preguntara a hombres y mujeres que habían perdido sus casas: ¿Cómo se
sienten, qué harán ahora? O que se hiciera lo imposible por hacer llorar
a los niños al interrogárseles insistentemente por sus mascotas
devoradas por el fuego. Quizás al escritor se le soliviantó el pecho al
escuchar que el alcalde Jorge Castro declaró que la ropa recolectada
había que botarla en el vertedero. Y, qué duda cabe, el golpe de gracia a
la vida del imaginador latinoamericano debe haber sido cuando el mismo
alcalde increpó a un poblador diciéndole: ¿Te invité yo a vivir aquí?.
Aquella indolencia, aquel profundo desprecio por el ser humano,
fulminó a Gabriel que no pudo soportar la violencia de la palabra
oficial. Él, quien manejaba con finura y destreza millares de palabras
para desplegar su magia de lluvia y sol, partió iluminado, no por el
incendio, sino por la dignidad de porteños y porteñas que le prometieron
no escribir cien años de soledad, sino que mil años de tierna
solidaridad.
*El autor, Dr. Tito Tricot, es Sociólogo y Director del Centro de Estudios de América Latina y el Caribe-CEALC
Valparaíso
Chile
Chile
PiensaChileDdA, X/2.691
No hay comentarios:
Publicar un comentario