Jaime Richart
Cuando en la vida pública se
habla de violencia sólo se piensa en la agresión física, no en la
violencia moral que oprime el ánimo, daña la mente y enferma el
espíritu; esa violencia que, cuando es grave y sostenida, percute
intensamente la violencia material. Sin embargo aquélla, la violencia
moral, pese a que la ley penal la reconoce en la coacción, en la sevicia
o en la extorsión tiene escasa repercusión al lado de la física pese a
que a menudo socava gravemente la paz en el trato ordinario de la pareja
o la deseable en la convivencia de la sociedad en general. Se condenan y
señalan fácilmente el insulto o la afrenta verbal, pero no se condenan
ni se castigan la opresión o la ofensa que encierran la mentira, el
engaño, el cinismo y el abuso de poder. Y resulta prácticamente
inoperante la denuncia de esas actitudes y conductas ante un juez o
tribunal como inductoras de violencia de ambas clases.
Para
despejar la incógnita de si son posibles cambios profundos en la
sociedad española sin recurrir a la violencia, no hay más remedio que
empezar por asentar la premisa de que la violencia moral es la causa de
la causa de la violencia física en la mayoría de los casos, en
correspondencia con la ley de la física acción-reacción. La conocida
como "violencia de género" responde a menudo al mismo binomio, y la
historia general es precisamente una sucesión de ejemplos de esta
naturaleza en la que tal ley se transmuta en ley social.
Violencia
moral hay en el acaparamiento del dinero y en la súbita riqueza en
perjuicio de los que sufren gravísimas carencias. Violencia moral hay en
el menosprecio de la inteligencia común. Violencia moral hay en mentir a
la ciudadanía y en la torpe intención de engañarla. La peor violencia
moral es la que emana de las propias instituciones y de los poderes
públicos, la que encierran formas desmañadas de hacer justicia para no
perjudicar el interés de los poderosos ni a ellos mismos, siendo en
cambio implacable con los socialmente débiles.
La sociedad española necesita cambios, cambios muy
profundos. Pero todos pasan por un cambio de mentalidad, un cambio en la
manera de pensar y especialmente de pensar la vida pública. Tanto por
parte de los gobernantes como de los gobernados. La mentalidad es
decisiva. Entiendo por mentalidad un conjunto de ideas culturales, un
sentido de las cosas, un tipo de sensibilidad que está ahí pero ni
siquiera aspira a extenderse. Es la ideología la que quiere imponerse.
La mentalidad precede a la ideología y se distingue de ésta porque es
más honda, excluye los clichés y las consignas y va asociada a la más
sensibilidad, concepto más abstracto.
Pero ocurre que los cambios de
mentalidad son lentos, medidos en lustros, décadas o siglos. Mucho más
lentos en las clases dirigentes que en la masa ciudadana. La ley escrita
y la función de las instituciones oficiales se retrasan siempre
respecto a costumbres y necesidades materiales y morales del individuo.
Por eso los cambios verdaderamente efectivos sólo pueden producirse por
una suerte de sinergia entre las élites y las clases populares. Si no se
produce esa sinergia, resulta inevitable la confrontación entre el
poder y los poderdantes constituidos en "pueblo".
Para que en
España haya un asomo de sinergia y cambio de mentalidad, el primer gesto
de la clase política debiera ser (obviando ante todo el rechazo y
superación de la corrupción generalizada) reducirse significativamente
su retribución, suprimir el aforamiento y otros privilegios. El segundo,
y ya que preocupa tanto la protocolaria condena de la violencia etarra y
otras, condenar solemnemente esa misma clase toda presión, toda
injerencia, toda influencia en el desempeño de su función, sobre el
poder judicial. Sólo así se aplacarían los ánimos de las masas
ciudadanas. Ya que se ven obligadas a soportar la mayor carga de la
crisis, la sobriedad de sus dirigentes y políticos les exhortaría a
sobrellevarla con menos frustración y violencia. Si eso se llevase a
cabo efectivamente, podríamos decir que empezaba una nueva aurora, un
país con nueva mentalidad; un país que habría superado la peor crisis
vista con perspectiva histórica: la que encierra la decadencia antesala
de la decrepitud política y social que vertiginosamente planea sobre las
cabezas de la mayoría.
Los siguientes pasos se darían por sí solos. Los
países europeos a los que miramos a menudo con secreta envidia han
seguido a lo largo del tiempo más o menos esas transformaciones. Esos
países, a diferencia de lo que sucede en España donde ni la guerra civil
ni la dictadura han sido realmente selladas, han conservado además en
la memoria genética dos pavorosas guerras mundiales que les ha servido
de escarmiento. Aquí sólo ha escarmentado más de medio país. En los
países europeos la violencia material es prácticamente inexistente. Cada
ciudadano es policía de la mentalidad reinante. España, mejor dicho,
sus políticos, la prensa y demás medios audiovisuales, puesto que estos
últimos se dedican tanto o más a opinar que a informar, debieran firmar
un pacto conjunto para promover cuanto antes esos cambios
institucionales y sobre todo y por encima de todo, a marchas forzadas,
un cambio de mentalidad.
DdA, X/2.671
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