Ana Cuevas
Una persona desahuciada de su casa, de esta sociedad que te repite tanto tienes, tanto vales,
sin trabajo, sin nadie que pose los labios en las llagas que la
desesperación ha abierto, ensaya el salto del ángel desde un puente.
Otra, va muriendo poco a poco porque la pobreza le obliga a escoger
entre un medicamento que lo mantiene vivo o que sus hijos coman cada
día. Hay quien muere en estos tiempos simplemente de tristeza, ahogado
por unas lágrimas que no puede metabolizar y que inundan sus pulmones
hasta que el corazón le estalla en mil pedazos.
También los hay que no
saben que están muertos y van arrastrando sus cadáveres dejando un surco
de miembros amputados y sueños gangrenosos. Son daños colaterales de
una guerra soterrada contra los más débiles, los más desamparados. Las
rebabas de un sistema parricida que se desprende de ellos a golpes de
machete y de cinismo. Tan siquiera merecen figurar en sus frías
estadísticas. Son, somos, tan poca cosa para ellos. Nada de nada.
Un
tsunami de sangre está inundado nuestros pueblos, nuestras calles,
nuestras plazas, dispuesto a llevarse por delante cualquier brote de
esperanza. Cualquier germen de la alegre rebeldía que pudiera poner
freno a su matanza. Hoy escribo en el nombre de esos muchos. Y en el
mío. Y como el poeta, quiero pedir la paz y la palabra para gritar: ¡Ya
basta!
¿Hasta dónde
piensan llegar con la sangría? ¿Hasta cuando vamos a dejar actuar
impunemente a los verdugos? Hoy quisiera mirar a los ojos de mis hijos y
no sentir vergüenza. Si al final es la muerte lo que aguarda, ¿a qué
viene tanto miedo, tanta cobardía? Clavo los ojos en el empedrado cielo
y las blasfemias se agolpan en mi boca. Nada, nadie me responde nada. Y
una furia rabiosa me nace en las entrañas y se transforma en una
balacera. En una ráfaga de plomo y savia nueva que enloquece y que pasa
de refugiarse en las trincheras.
No debe haber temor a ser asesinado
cuando ya te dan por muerto. Levantémonos y andemos. Una legión de
zombificados parias de la tierra no puede ser derrotado por unas viles
alimañas. Que vean su reflejo en las terribles cuencas de nuestros ojos
vaciados y entiendan que les está llegando la derrota. Que sean ahora
ellos quenes sientan el sudor frío del miedo en el pellejo. Que huelan
nuestra cólera y se les hiele su putrefacta sangre en las arterias.
DdA, X/2.690
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