Lazarillo
No dejan de llegarnos imágenes ridículas a través de los telediarios, pretendiendo dar a entender -porque las imágenes distan mucho de representarlo- que el gobierno venezolano está reprimiendo con suma dureza las protestas de la oposición, registradas únicamente en los barrios de la población más potentada de Caracas y otras ciudades. Esto ocurre un año después del fallecimiento del líder de la revolución bolivariana, Hugo Chávez, y una vez ratificado democráticamente en las urnas su sucesor, Nicolás Maduro. Mucho me temo que una vez resueltas estas revueltas, el Gobierno volverá a encontrarse en situaciones similares, si no peores, porque está visto que esa derecha incivil -como sucediera en el Chile de Allende-, apoyada por el imperio del norte, no va a cejar en sus empeños golpistas, dado que es incapaz de vencer a su adversario democráticamente. Por primera vez en la historia de ese país, tal como destaca Francisco Fierro en el siguiente artículo, el indudable carisma de Chávez y su entendimiento de que la milicia debe estar al servicio del pueblo, hace posible que el Ejército en Venezuela sea fiel al mandato constitucional. Su papel en ese sentido es decisivo para el porvenir de la revolución bolivariana.
Francisco Fierro
Es difícil establecer cuál es la verdadera situación de Venezuela a
un año del fallecimiento de Hugo Chávez. Son muchos los acontecimientos
que ha vivido el país caribeño en estos doce meses y el análisis se
vuelve complicado debido a una enorme manipulación informativa que
alcanza límites grotescos. Como primer hecho objetivo cabría señalar que
la Revolución Bolivariana no se ha desmoronado con la desaparición de
su fundador. Es un dato capital, puesto que la actual situación de
conflictividad se deriva del mantenimiento del chavismo como una opción
sólida y sin fisuras.
Efectivamente, la oposición había basado toda su estrategia en la
tesis de que la ausencia de Chávez significaría el fin del proceso
socialista. Las clases populares se desmovilizarían ante la pérdida de
su referente emocional y la dirigencia implosionaría en mil pedazos por
unos enfrentamientos internos que sólo el hiperlíder podía controlar.
Las elecciones del 14 de abril de 2013 parecían darle la razón. Henrique
Capriles, en un ejercicio de travestismo político no exento de cierto
cinismo, se convirtió en el máximo defensor de Chávez. Se trataba de
acentuar el vacío dejado por un hombre extraordinario al que nadie
podría reemplazar y mucho menos un Nicolás Maduro caricaturizado hasta
el extremo por los medios de comunicación, en su gran mayoría en manos
de la derecha. Éste ganó por tan sólo el 1,49% de los votos.
Sin embargo, ocho meses después el chavismo arrasaba en los comicios
municipales con diez puntos de ventaja. Capriles había tratado de
otorgar a esas elecciones un carácter plebiscitario sobre la gestión de
Maduro. De ser así, el actual presidente salía ampliamente refrendado.
Los resultados demostraron que la derecha continúa sin saber leer el
país actual, muy diferente a aquel estado fallido que era Venezuela en
la década de los 90. Sus análisis están lastrados por su condición de
clase. Sigue pensando que los sectores populares son una masa irracional
que se mueve a golpe de alimentos subsidiados y dádivas clientelares.
No es capaz de entender que en estos quince años el pueblo ha tomado
conciencia de su papel político y a partir de ahí se ha organizado:
comunas, consejos comunales, movimientos y colectivos, frentes agrícolas
y pesqueros… Basta con dar una vuelta por los barrios de las grandes
ciudades o los pueblos del interior para comprobar la fortaleza de este
tejido social. Pensar que se evaporarían con la muerte de Chávez es una
ingenuidad propia de quien cree que el poder le pertenece por designio
divino.
Los dirigentes chavistas, por su parte, han dado muestras de grandes
dosis de sentido común. Sabían que la unidad era fundamental en esta
nueva etapa de transición hacia un liderazgo colectivo. Las diferencias,
consustanciales a cualquier formación política, pasaron a un segundo
plano. No se ha oído una sola crítica pública de la dirigencia a Maduro,
ni siquiera en los días posteriores a su elección, cuando los ánimos
estaban bastante decaídos por lo exiguo de su victoria. Todo lo
contrario que la oposición, una amalgama de intereses personalistas de
difícil encaje en la que los cuchillos largos se desenvainan a la
primera ocasión, como se ha podido comprobar con un Capriles ya
amortizado por su propia gente.
Y es ante la evidencia de que el chavismo continúa siendo la primera
fuerza política que la facción más extrema, encabezada por Leopoldo
López y María Corina Machado, moviliza a su gente con el objetivo de
derrocar a Maduro. Tratan de lograr en la calle lo que las urnas les
niegan. Todas las encuestas señalan que el chavismo volvería a ganar hoy
unas elecciones. La situación económica y la inseguridad, problemas por
supuesto reales y acuciantes del país, no son para ellos más que las
excusas para encubrir su verdadera meta. De hecho, han desoído una y
otra vez los llamamientos del presidente para colaborar en la resolución
de ambos temas, llamamientos que, por supuesto, no son recogidos por la
prensa venezolana e internacional.
La derecha vuelve a hacer gala de su miopía. Las clases populares no
se sumarán a una estrategia que no propone ninguna iniciativa en
positivo y que tan sólo exige la salida del presidente electo. Tampoco
puede contar con el ejército. Por primera vez en la convulsa historia
venezolana, los militares son fieles al mandato constitucional que les
obliga a acatar las órdenes del poder ejecutivo. Las protestas se
mantienen circunscritas a las clases altas y partes de las clases medias
y no son capaces de romper estos límites. Las mayorías del país son
mayorías silenciadas por los grandes medios de comunicación pero no
mayorías silenciosas. Cada día, con su trabajo, su actividad
organizativa y su accionar político gritan un rotundo ‘no’ a cualquier
intento antidemocrático de alcanzar el poder. Es tan sólo todo el
pueblo, y no una parte de él, quien puede decidir. Esta década ha sido
un periodo de aprendizaje político y democrático de quienes nunca
contaron para los poderosos del país. Los que parecen no haber aprendido
nada son, precisamente, esos poderosos.
PÚBLICO.ES
DdA, X/2.640
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