No sorprende la elevación a los altares de Adolfo Suárez en el
momento de su muerte por parte de políticos, periodistas y creadores de
opinión. Ni siquiera esos honores de ética y estética franquista, con
los mismos curas, obispos y militares que exhibía la televisión única de
los años sesenta, organizados por el Gobierno actual y coreados por
todos los partidos. No sorprende tampoco el coro mediático oficial
entonando el canto gregoriano con entusiasmo inigualable ante ningún
otro héroe. No sorprende, aunque apena, el papanatismo de los badulaques
que han soportado horas de cola en el velatorio, que han seguido
llorando el furgón mortuorio y que repiten en las entrevistas que fue el
mejor presidente de España (sic); al fin y al cabo eso es lo que les
han enseñado en la escuela y en la televisión desde hace treinta y ocho
años y son por tanto víctimas de un enorme engaño.
Me sorprende más que no haya un repaso serio y exhaustivo, por la
mayor parte de la izquierda, de quién fue Adolfo Suárez y qué es lo que
hizo realmente. El análisis del papel que cumplió Suárez requiere de un
detallado y objetivo estudio de lo que se pretendía para nuestro país
desde los grandes poderes que gobernaban, y gobiernan, el planeta: el
económico repartido entre la producción industrial, agrícola y
financiera; el militar con el lobby armamentístico, uno de los más
importantes del mundo, y la industria mediática y cultural,
imprescindible para que las víctimas de la conspiración la aceptasen,
gozosamente, como han hecho estos días. No puede limitarse la crítica a
repasar superficialmente las etapas de las reformas con que se construyó
la superestructura legal y política que diese apariencia de legalidad y
democracia al mantenimiento del imperio capitalista.
Lo cierto es que Adolfo Suárez no fue más que el encargado de llevar a
cabo el proyecto capitalista que la Comunidad Económica Europea tenía
previsto para España, desde hacía más de una década. En los años
ochenta, en un programa de televisión en la cadena estatal, Carmen
García Bloise, miembro de la ejecutiva del PSOE, persona de confianza de
Alfonso Guerra, y bien informada, explicó que el sistema que se había
montado para España estaba diseñado desde los años sesenta por el
Mercado Común y la OTAN. Que ella lo sabía muy bien porque, como hija de
exilados socialistas en Bélgica, había asistido desde muy joven a las
reuniones que sostenían sus padres y compañeros de ideología con los
dirigentes de las grandes instituciones europeas, con los responsables
estadounidenses de la Alianza Atlántica, de la CIA, los británicos del
Intelligence Service, y sobre todo los hermanos alemanes del SPD, que no
contemplaban otro cuadro político para nuestro país que el que resultó
implantado con la Constitución de 1978.
Para llevar a cabo dicho plan –y no creo que hoy pueda dudarse de que
se cumplió a la perfección– desde que se esperaba la muerte del
dictador, se organizó la Transición, bajo las condiciones que le
impusieron al rey. Resulta absolutamente ridículo afirmar, como hacen
algunos medios, que el rey es el artífice de la democracia actual y que
para llegar a tal fin le encargó a Suárez la aparentemente difícil tarea
de desmontar la dictadura.
Porque no es bueno olvidar que el franquismo, como tal, en las
sucesivas elecciones que se celebraron en la Transición no alcanzó más
que el 4% de los votos; entendiendo como tal las organizaciones de
Fuerza Nueva, Guerrilleros de Cristo Rey, etc., mientras la derecha que
comenzaba a disimular su pasado fascista, como Alianza Popular o
Coalición Democrática obtenían el 10%. Contra todo lo esperado, lo
propuesto y lo planificado, por Franco y sus huestes, España y sus 40
millones de españoles no se habían convertido masivamente al fascismo.
Mientras, la UCD obtenía 6 millones de votantes, el PSOE, 5 y el PCE,
uno y medio, lo que significaba que el país se escoraba a la izquierda. Y
ése, y no otro, era el peligro que tanto temían los poderes fácticos.
Ni
el rey tenía, ni tiene, más plan que el que el Departamento de Estado
de EEUU decida; ni sabía, ni sabe, lo que es la democracia. Una vez los
representantes de la UE y de EEUU se reunieron con el asesor del rey,
Torcuato Fernández de Miranda, y le encargaron que encontrara a un
funcionario de ninguna relevancia ni ideas propias, que saliera de las
filas del franquismo para no alarmar a la caverna, para que llevara a
cabo las reformas legales que hacían falta a fin de situarnos
–malamente– a la altura de las democracias europeas; a aquel siniestro
personaje (repasen las fotos que tenemos de él) se le ocurrió sacar del
pasillo donde dormitaba como edecán de Herrero Tejedor al joven,
atractivo, atildado y relamido, como galán de las películas de Cifesa,
Adolfo Suárez.
Y fue un acierto, sin duda. Porque Suárez al principio no sólo fue
cumpliendo todos los pasos que sus jefes le dictaban: lo primero, la Ley
de la Reforma Política y las elecciones que había que organizar, sino
que se lo creyó. Hubo más discusión entre las potencias importantes
económicas sobre la legalización del PCE, teniendo en cuenta que en
Alemania estaba prohibido y que al Departamento de Estado de EEUU le
entra urticaria cuando oye la palabra comunista, pero Santiago Carrillo
se lo puso fácil: el pueblo español gozosamente aceptaba la restauración
de la monarquía borbónica que con tanto deshonor había expulsado del
país en el año 1931. Y con él a toda su camarilla: capital, banca,
hombres de negocios como De la Rosa, latifundistas del sur y del oeste
que constituyen su corte; comprendía claramente el papel imprescindible
que cumplía el Ejército franquista y seguía financiando y adorando a su
Iglesia católica.
Inmediatamente era preciso doblegar la columna vertebral del
movimiento obrero y hacerle firmar los Pactos de la Moncloa, por los que
el capital imponía sus condiciones. Se acabaron las multitudinarias
manifestaciones –recordemos la de la SEAT en Barcelona–, las huelgas
interminables –recordemos la de Roca en Barcelona–, y las asambleas
obreras, y el proletariado se convirtió en servidor sumiso de la
patronal. Así el país se asentó como un buen socio de los centros de
poder económico internacionales. Cierto que para conseguir tan buen
resultado Comisiones Obreras y el PCE colaboraron sumisa y eficazmente,
pero tanto unos como otros habían sido advertidos con severidad: o esto o
el caos, sucedáneo de la Guerra Civil y de la implantación de una nueva
dictadura. Y tal amenaza no debe ser secreto para nadie ya que Carrillo
lo ha confesado y ratificado numerosas veces.
Los
Pactos llevaron a la rebaja de salarios, al aumento de la explotación
de los trabajadores y a la desmovilización de los sindicatos. Pero
fueron definitivos para asegurar la tranquilidad laboral que necesitaba
el capital. Y todo iba a avanzando como se debía, hasta que Suárez,
ensoberbecido y poco lúcido, cada día más convencido de su propio
mérito, se creyó que solo él tomaba las decisiones, que era providencial
su papel en la transformación española, que realmente había inventado
el sistema y la democracia, y llegó el momento de echarlo. Para nadie es
un secreto que el rey lo detestaba, que sus antes aliados conspiraban
continuamente contra él y que la decisión de dimitir la tomó cuando
todos, especialmente el Departamento de Estado de EEUU, le empujaron de
malos modos hacia la puerta; como él mismo lo explicó en aquella
comparecencia patética en la televisión, que los de mi generación, y
varias más, vimos en directo. Porque, tampoco es un secreto, Suárez no
era tan partidario de la OTAN como se necesitaba, es Calvo Sotelo, con
la secreta alianza del PSOE, el que nos mete; Suárez comenzaba a
convertirse en un socialdemócrata inventado por él mismo, que no tenía
detrás ningún respaldo ni económico –el CDS que crea está en la miseria–
ni político, pues la SPD alemana ya había apostado por el PSOE.
El golpe de Estado del 23-F es un montaje entre todos los poderes:
económico, militar, político, con el rey al frente, para advertir a los
que iban a gobernar a continuación que no se permitían veleidades como
las de Suárez. Y la inmensa manifestación del pueblo en Madrid después
del golpe venía a decir: de acuerdo, antes de que nos fusilen al
amanecer elegiremos a Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, nos
rendiremos al capital y le estaremos eternamente agradecidos al rey que
nos ha salvado la vida. No se debe olvidar que esa Transición idílica
que nos han contado sumó más de 600 muertos, víctimas una buena parte de
los facciosos y organizaciones policiales que nunca fueron ni
descubiertos ni castigados.
Entonces, ¿a qué aceptar, desde una postura realmente de izquierdas,
que Suárez fue un dirigente político de gran altura, con enormes
cualidades para el consenso y los pactos, y que construyó la democracia
en España?
Diríase que la izquierda sigue padeciendo el “síndrome de Estocolmo”
como tan acertadamente lo definía Carlos París, y presa de la necesidad
de ser reconocida como “una fuerza política seria”, no se atreve a
gritar de una vez que “el rey va desnudo”. Este miedo se evidencia
cuando la exigencia de proclamar la III República está siendo siempre
pospuesta por la mayoría de los dirigentes de izquierda a un tiempo
futuro e indeterminado, que les tranquilice.
DdA, X/2.659
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