Este Lazarillo aprovecha el lúcido artículo de quien fuera entrenador de fútbol, Ángel Cappa, para anotar un apunte con relación al protagonista de la imagen, uno de los astros sobre los que gira ese deporte: Leo Messi. El que algunos consideran actualmente como mejor futbolista del mundo, concentra en cada partido la máxima atención por parte de las cámaras televisivas, herramienta fundamental del cambio operado en este deporte, según denuncia Cappa. Pues bien, pocas son las veces que tras una magnífica jugada de este futbolista, Messi no la corrobore -a modo casi de rúbrica- con un escupitajo sobre el césped que las cámaras captan de cerca con la atención debida al protagonista, de modo que el gargajo fluye con asquerosa proximidad virtual ante el respetable. ¿Nadie le puede advertir de lo feo y hasta guarro que resulta ese lamentable hábito? ¿Se imaginan las trompadas que se darían los jugadores de baloncesto o balonmano si hicieran lo propio?
Ángel Cappa
Ángel Cappa
El fútbol, que nació plebeyo y pertenecía a la clase obrera,
era una fiesta que los pueblos se daban a sí mismos hasta que el negocio
se apoderó de él y lo convirtió en un gigantesco objeto de consumo, del
que obtiene incalculables ganancias y además le sirve como entretenimiento y distracción de las mayorías oprimidas.
Al fin y al cabo, “el futbol es una metáfora de la vida”, como decía
Sartre, y lo que ocurre en ese ámbito es más o menos lo que sucede en la
sociedad. El tsunami neoliberal aprovechó la crisis que provocaron los
especuladores financieros para arrasar con casi todas las pertenencias y
derechos de la gente. El beneficio rápido, como valor máximo del
capitalismo, puede asemejarse al “ganar como sea” de un fútbol que dejó de lado el gusto por el juego para valorar única y exclusivamente el resultado.
El que gana siempre tiene razón, del mismo modo que el que tiene
dinero hace lo que quiere. Dos conceptos que impuso la ideología
dominante para justificar las obscenas desigualdades que genera. Hasta
los años 60 del siglo pasado, aproximadamente, el fútbol tenía valores tan importantes
que hasta pensadores como Camus, que fue jugador también, se animó a
decir que todo lo que sabía de la moral y de las obligaciones de los
hombres se lo debía al fútbol, o intelectuales comunistas como Antonio
Gramsci, quien definió este deporte como “el reino de la lealtad al aire
libre”.
Siempre el resultado fue lo mas importante, pero no lo único, y menos
conseguido de cualquier manera. Di Stefano ha contado muchas veces que
en aquellos tiempos no solían festejarse los goles de penalti; en todo
caso se hacía muy prudentemente por la considerable ventaja que tenía el
que lo tiraba sobre el portero. Algo parecido le ocurría a Armando
Galuchi, un habilidoso jugador de Bahia Blancha (Argentina) de los años
cuarenta, que, a pesar de su modestia, en los partidos oficiales tiraba
los penaltis de rabona para equiparar posibilidades con el arquero.
Hoy en día, que se festejan alborozadamente hasta los goles en contra que se hacen los rivales,
es muy raro encontrar a alguien del fútbol que declare como Iniesta: “A
mí me enseñaron que hay que ganar, pero no de cualquier manera”. Es
decir, no es frecuente encontrarse con jugadores, entrenadores o
inclusive periodistas que valoren el juego al menos tanto como el
resultado.
Una de las primeras cosas que hizo el negocio cuando intervino
decididamente en el fútbol (y en los demás deportes también) fue
quitarle al jugador el placer de jugar. La palabra “trabajo” sustituyó a “entrenamiento” y “sacrificio” lo hizo con “jugar”.
Lo único que importó desde entonces fue el éxito, y el éxito en este
contexto tiene un solo significado: ganar. Al placer se lo identificó
con la despreocupación y a la diversión se le dio carácter de
irresponsabilidad, inadmisibles ambas cosas para el criterio comercial
que todo lo mercantiliza.
La avalancha de dinero fue tal que los jugadores también perdieron el
sentido de pertenencia y ya no supieron a quien representaban cuando
entraban a una cancha, ni para quien jugaban. Eso resultó fatal porque
empezaron a pensar como profesionales y se olvidaron o confundieron el
amor al juego con los privilegios de la fama y el aparente poder que les da la abundancia económica.
En otras palabras, dejaron de sentir como amateurs. Claro que siempre
hay excepciones como la de Xavi Hernández, quien confesó dolerle más
fallar un pase que un gol, palabras que resultan incomprensibles para la
mayoría de sus colegas y de los hinchas. Porque, como dice el pensador
polaco Zygmunt Bauman, también “la gente tenía sentido de pertenencia y
solidaridad” que ya no tiene, atomizada por la filosofía del capitalismo
neoliberal ultra-individualista.
La FIFA es una de las organizaciones más poderosas del mundo, por la
cantidad de dinero que maneja y la influencia que tiene en los ámbitos
político y social. Sus criterios y decisiones están mucho más cerca de la lógica comercial que del deporte.
Las marcas de ropa deportiva tienen en el fútbol y en los ídolos de los
que se sirve el mejor escaparate posible para sus ventas
súpermillonarias.
Y así como en la sociedad las desigualdades son cada vez más escandalosas,
ocurre lo mismo entre los clubes más poderosos y el resto. El precio de
un jugador del Madrid o del Barcelona puede ser el presupuesto anual de
varios de los equipos de primera división. La competencia está prácticamente desnaturalizada
y las diferencias son cada más acentuadas. Solo de la televisión, el
Madrid y el Barcelona reciben anualmente 100 millones de euros más que
los otros equipos.
Los precios de la entradas, excesivas siempre -y más en esta época de
castigo a los trabajadores- y los horarios de los partidos que fijan
las televisiones a su conveniencia, junto a otros detalles de
incomodidad para los hinchas, la cantidad exagerada de partidos que se
juegan y la frecuencia casi diaria, aleja a la gente de los estadios y la acerca a los televisores y a los anunciantes, que, finalmente, es el objetivo buscado.
El fútbol que era nuestro es ahora de ellos, que ni
lo respetan, ni lo quieren; solo lo usan para su beneficio y lo vacían
de identidad. Muchas veces quisieron matarlo -y otras tantas resucitó-
pero parece que esta vez van en serio. Sin embargo siempre nos quedará
alguna jugada magnífica, colectiva o individual, que nos devuelva la
esperanza. Siempre habrá un Iniesta, un Xavi, un Silva, un Valerón, que
amaguen una cosa para hacer otra y recuperen la esencia. Siempre habrá
un Messi que deje sentados a los defensas sin saber por dónde pasó. O un
Ronaldo que sacuda las redes de cualquier portería y nos deje el
asombro a flor de piel. Siempre aparecerá un Oliver o un Jesé para
seguir creyendo. Y también siempre habrá un equipo modesto que nos
recuerde la dignidad de este juego haciendo 10 pases seguidos.
Y siempre estaremos nosotros, como dice Eduardo Galeano, mendigando por los estadios “una linda jugadita, por amor de Dios”.
La Marea
DdA, X/2.622
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