Emilio Silva
Jesús
Pueyo vivía en Hendaya, en esa especie de cuneta de la historia
española que es la inmediata frontera francesa, donde recalaron miles de
perseguidos por el horror franquista. Desde allí luchaba por la
memoria, por la justicia, por conocer el paradero de los siete
familiares directos que le asesinaron los salvadores de España, por
difundir la dimensión que tuvo la represión en su pueblo, Uncastillo.
Con
catorce años vio alejarse a su padre subido a un camión conducido por
esa España que llevaba siglos sublevada, huyendo de la razón, dando
muerte a la inteligencia. Esa imagen estaba impresa en la memoria de
Jesús, forjada, incrustada por quienes quisieron señorear su violencia,
por quienes dejaron vivos a algunos testigos para que propagaran el
miedo que generaban sus hazañas.
Hace
unos años Jesús escribió una carta al apartado de correos de la
Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. En ella
introdujo un relato de su biografía y copias de las numerosas cartas que
durante años había escrito a responsables institucionales, presidentes,
ministros y otras personalidades relevantes exponiéndoles su caso y
pidiendo ayuda. Nos llamó la atención su meticuloso envío porque nos
adjuntaba fotocopias de todos los recibos con los que había certificado
los envíos para explicarnos que lo había hecho queriendo que hubiera
testigos.
Desde
ese primer momento Jesús se convirtió en un paradigma del abandono que
han sufrido las víctimas de la dictadura franquista durante todos estos
años. ¿dónde estaban entonces casi todos los abogados, políticos e
intelectuales progresistas? Un país con decenas de miles de Jesuses Pueyos
vivía ajeno a ellos, con su memoria “aguafiestas”. Cuando Jesús llamaba a
la puerta de la conciencia de este país nadie la abría porque tras ella
había una fiesta de canapés y premios del Ministerio de Cultura, de
hedonismo acrítico y ombliguismo de la alegría patria. Los privilegiados
hijos universitarios del régimen habían ocupado espacios en la
izquierda ofrecidos al dios olvido, convirtiendo su voluntario silencio
sobre la biografía familiar en el silencio de todo un país.
Según
estudios internacionales España es el segundo estado del mundo en
producción de ruido. Ruido en los bares, ruido en las tertulias, ruido
en las familias; ruido institucionalizado en nuestra cultura como una
forma de no pensar. Ese ruido es perfecto para el camuflaje, para el
todo vale, para la coartada que miles de franquistas necesitaron en su
tránsito a la democracia, borrando su pasado fascista con la ayuda
incluida del hijo o la hija rebelde, que se cortaba el pelo de forma
rara, visitaba los garitos de moda, formaba una banda y disfrazaba a la
familia de una modernidad desvinculante del régimen.
Mientras
esa fiesta de coches, posmodernos, intelectuales progresistas
dulcemente encantados con su burguesía y grandes eventos mundiales
crecía y crecía, las cartas de Jesús Pueyo, recorrían las tripas de
nuestra sociedad, golpeando en silencio las cimientos de un país en el
que para cientos de miles de personas no había libertad porque ni unos
se guardaron su ira ni otros pudieron guardar su miedo.
Jesús
ha muerto, como han muerto miles de hombres y mujeres, sin que el
Estado haya reconocido su existencia, sin que la sociedad haya reparado
el daño que se les hizo y eso tiene que ver con la gran extensión social
de la dictadura, los miles de colaboradores y como sus hijos han
gestionado esta democracia que indigna a quienes se dan cuenta de que es
estrecha y a la medida de los privilegiados del régimen que lo siguen
siendo hoy.
La biografía de Jesús Pueyo (que puedes descargar pinchando aquí) está repleta de una materia de la que las democracias actuales están inmensamente necesitadas: HONESTIDAD. Si uno mira la fotografía de Aitor Fernández que
está ahí arriba puede apreciar la claridad y encontrar el rostro de ese
niño de Uncastillo al que le arrebataron tantas cosas. Este hombre no
se dejó vencer por el silencio, no renunció a denunciar, a buscar, a
querer saber y dar a conocer. Lo hizo a pesar de vivir y haber muerto a
tres kilómetros de un país cuyo Estado no cumplió el deber de haberle
dado respuestas, de haberle dado justicia, de haber reparado.
Miles
de hombres y mujeres han muerto en silencio en las cunetas de nuestra
historia. Su tragedia y su lucha son vitaminas para la democracia y
quienes la valoran y la defienden tienen el deber de exhumarlos del
olvido y traerlos a un país que no deje morir en silencio las voces más
hermosas.
DdA, X/2.593
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