A esos miedos tradicionales y previsibles se han añadido en los
últimos tiempos los terrores al desempleo crónico, al desahucio, a hacer
cola en el comedor social, al Alzheimer, a las pensiones alimenticias,
al fracaso escolar, al suicidio adolescente provocado por el acoso
escolar, al espía que hay en cada Facebook, a la hipertensión, al
colesterol, a los drones y a los triglicéridos. Tememos a la muerte y
tememos a la vida, a presentarnos al ‘casting’ y a ser rechazados, a
operarnos de la verruga y a quedarnos con ella en medio de la cara.
Tememos a la úlcera, a las quemaduras solares y a las picaduras de los
bichos; a los cuernos, a las mentiras piadosas si no las decimos
nosotros. Tememos a los borrachos por sinceros y a los sinceros por
parecer borrachos. Caemos en picado con los años y a eso lo llamamos
experiencia. El miedo nos ha embridado para ser buenos por conveniencia,
para tener prudencia cuando hay que lanzarse al ruedo, para poner el
freno al potro cuando hay que picar espuelas, para no tirarle los tejos a
la vecina/o.
El miedo nos ha enseñado a vivir de paso, con prisa y sin pausa,
metidos en el temor salvador que todo lo tapa, que todo lo asume, que
nada perdona. Nos han hecho vigilantes de nuestra propia red de
espionaje interior. Nos han dicho qué se puede querer y qué se ha de
odiar. Tenemos bien leída la cartilla, el plan de pensiones, el plazo
del coche y de la hipoteca. Nos miden los orgasmos (en caso de haberlos)
y nos pasan de mano cuando ya no somos rentables, cual monedas viejas,
para decirnos que estos miedos de ahora se prolongarán al menos hasta la
jubilación a los 70. A esa edad empezarán otros miedos, los más duros y
los más definitivos. Éste es el miedo que manda, el que se sienta cada
día en el Parlamento y en el Consejo de Ministros, el que escribe las
noticias del telediario. Hay un olor a miedo preconstitucional de
patada en la puerta, de porra de guardia y de “usted no sabe con quien
está hablando”. Hay miedo porque en la televisión salen fascistas con
carrera a decir que los que buscan a los muertos de la Guerra Civil lo
hacen por cobrar la subvención. Hay gente que sabe desde hace
generaciones que la letra con sangre entra y que para gobernar hay
que meter miedo. La irracionalidad y el hijoputismo desatado producen un
miedo irracional que nos encoge todas las tripas y que nos priva de dos
derechos fundamentales más: la libertad y la alegría.
Pocos remedios hay para no sentirse gobernado por el miedo de los
tontos. Uno de los más efectivos es leer, meter la cabeza en un libro y
aspirar palabras como estas de Manuel Vicent con las que hoy he
conseguido alejar algo el miedo y la ansiedad: “La calidad de vida hoy
consiste en no salir de casa: cultivar bien a cuatro amigos, volvera la
bondad, compartir la antigua rebelión con el perro, vivir detrás de una
tapia entre dulces lámparas y buenos libros pensando que la inmortalidad
sólo dura hasta que de noche el sueño te acoge”.
*Artículo publicado hoy en Astures.info
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