El mes pasado, la alcaldesa de Madrid, Botella de Aznar, -que lo es por la gracia de su esposo y no por los votos de los ciudadanos-, decidió prohibir la mendicidad en las entradas de los supermercados, centros educativos y hospitales, según se refleja en el proyecto de ordenanza de Convivencia Ciudadana en el Espacio Público presentado por esas fechas.
Extrañaba que en dicha ordenanza no se hiciera ninguna alusión alguna a uno de los enclaves históricos de la mendicidad callejera, que como todos aquellos que hayan vivido la posguerra, hasta bien entrada la década de los cincuenta, eran los atrios y entradas de las iglesias, lugar que ha vuelto ahora a ser frecuentados por las menesterosos. Quienes algún día tuvimos -por obligación- fe en la santa madre iglesia, recordamos lo conmovidos que salíamos de los templos cuando el cura apelaba desde el púlpito a la caridad y socorríamos al pedigueño que nos reclamaba una limosna con gesto suplicante.
Entonces, la mendicidad formaba parte del paisaje cotidiano y jamás hubiéramos imaginado un rótulo como el que suscribe un párraco del barrio de Salamanca, molesto sin duda porque los pobres de pedir acuden a su iglesia en busca de la praxis caritativa de sus fieles a la salida de las preces y liturgias propias de su credo. La advertencia del sacerdote muestra una vez más la colaboración y afinidad entre la iglesia del ríspido Rouco y la autoridad civil, representada por Botella de Aznar, a quien no se le había olvidado la mendicidad ante las iglesias, sino que confiaba en el celo con que la autoridad eclesiástica apoyaría su ordenanza.
Como el lector recordará fue también Botella de Aznar quien dijo, siendo delegada de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Madrid, que los mendigos que pernoctan en el centro de la capital de España son una dificultad añadida para mantner limpia la ciudad. La respuesta la dio al portavoz minicipal de Medio Ambiente de Izquierda Unida, que denunció la suciedad ostensible que se apreciaba en el distrito centro del municipio.
Está visto, pues, que tanto al clero como a la alcaldesa les molestan los mendigos como si fueran un desecho más que colaborase a la suciedad de calles, plazas y atrios, aunque en ese espectáculo hayan colaborado y estén colaborando tanto el partido de la alcaldesa con sus leyes, como la propia iglesia española, cuyos privilegios viviendo a costa del Estado no han sufrido los recortes que soporta la ciudadanía, recortes que ni siquiera la obispalía ha tenido la dignidad de denunciar.
También me han venido a la memoria aquellas colectas que se hacían durante el santo sacrificio de la misa en los remotos tiempos en que frecuentaba la liturgia católica por obligación. Recuerdo que una dama, caballero o sacristán se internaba entre los fieles haciendo sonar el dinero de una hucha con la que reclamaba Limosna para el templo, pues incluso con Franco la santa madre iglesia -que lo coronó como caudillo por la gracia de Dios- instaba a la limosna para afianzar sus rentas estatales, algo que también se mantiene ahora. Es más, al día de hoy y, aparte de los cepillos que permanecen en el ámbito de los templos, la petición de limosna al encender velas, cirios y demás luminaria devota se mantiene en cada capilla.
Es deplorable que la limosna que se permite dentro de los templos, para bien del culto y clero, se quiera abolir fuera, donde tan a gusto podrían quedar las conciencias de los potentados socorriendo a los menesterosos con pública ostentación y en pro de la salvación de sus almas. Desalmados.
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DdA, X/2.556
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