Ana Cuevas
Atados
y bien amarrados a esa España inferior que ora y embiste, a los
ciudadanos se nos advierte que ofender a la patria nos va a salir muy
caro. Lo que no especifica la nueva ley de la mordaza es de qué carajo
de patria están hablando. No puede ser la mía, la de la gente que sufre y
sobrevive como puede a esta era de barbarie y que aún reserva fuerzas
para la solidaridad con los desahuciados o los que pasan hambre.
No es
la de la gente que pacíficamente defiende en las calles la enseñanza y
la educación pública. Ni la que resiste a una lluvia de medidas
inhumanas destinadas a favorecer a los bucaneros de la banca. Un pueblo
que apenas patalea frente a la desproporción de palos que recibe.
Conformados y dóciles pese a las humillaciones constantes, al expolio
masivo de nuestros mayores tesoros nacionales, a la insultante chulería
de los que nos gobiernan. Esa España que no arde por los cuatro costados
inflamada de rabia aunque le sobren motivos para hacerlo. La que se
manifiesta madura y responsable reclamando justicia social, trabajo,
libertad y todas esas cosas propias de una sociedad civilizada y
demócrata.
No, no puede ser que hablen de esa España, la que componen la
gran mayoría de los españoles. Ésta ya está ofendida hasta la nausea.
La que blindan ahora a sangre y fuego es la otra España. La de los
patrioteros ultracatólicos que camuflan con aroma de cera y sacristía el
irrefutable hecho de que son adoradores del poder y del dinero, su
único dios verdadero. La España que vuelve de ultratumba para cortarnos
las alas y cerrarnos el pico a patadas de multas millonarias. La que
emplea cuchillas para parar el hambre de los de fuera y predica caridad
para la famélica legión que crece dentro. La que regala dinerales a los
bancos que están echando a la gente de sus casas. La que se pone la
peineta por montera para sacralizar sus indecentes marranadas. La España
de los traidores a mi patria. ¿Ofenderla? Lo más suave, es decir que me
da asco.
DdA, X/2.556
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