En
1971 la editorial Lumen publicó un libro de entrevistas, “Infame turba”
se titulaba, a una serie de escritores comprendidos entre Leopoldo
María Panero y Gabriel Ferrater, como Ana María Moix, Félix de Azúa,
Pere (Pedro entonces) Gimferrer, Vázquez Montalbán, Luis Goytisolo,
Claudio Rodríguez, Marsé, García Hortelano, Benet, Castellet, Carmen
Martín Gaite, Ángel González, y así hasta veintiséis narradores, poetas o
críticos con años de trabajo a sus espaldas, de lucha con el idioma en
pos de la hermosura, en debate permanente con los demonios de la
censura, los editores, los lectores o los finales de mes. Por entonces,
todavía España era tiempo de silencio y los políticos bienpensantes de
la época catalogaban de infames a tan excelente ramillete de genios del
pensamiento y la palabra para empaquetarlos bajo el marbete de turba:
“muchedumbre de gente confusa y desordenada”.
Lejos
se estaba todavía de calibrar en toda su extensión la chusma que al
socaire del pelotazo, la sinvergonzonería, el chanchullo municipal, los
proyectos faraónicos, las televisiones privadas y los índices de
audiencia estaba emergiendo de las cloacas. Zascandiles, perillanes,
zaramullos, mequetrefes, pícaros, tunos, chiquilicuatros, botarates,
estafadores y chantajistas de falda o pantalón fueron tomando posesión
de nuestras vidas, invadiéndolas, desde las páginas de semanarios
rosáceos y las pantallas de televisión.

Se
podrá argüir que esa sociedad descarnadamente expuesta y los programas
que la contienen también se prodigan en sociedades con más años de
competencia televisual que la nuestra. También que tanta sobreexposición
de miserias es seguida por una multitud de espectadores deseosa de
dejar sus preocupaciones por un rato para meterse en la piel de los
personajes de esta esperpéntica corte de los milagros, fomentada en
silencio por los poderes públicos en una nueva edición del pan y circo
de los romanos o del toros y fútbol de la España más cañí. Cierto, pero
también las ejecuciones públicas eran seguidas con entusiasmo hasta ayer
no más hasta que alguien decidió prohibirlas y recluirlas a un ámbito
más privado y su ejemplo fue seguido por el resto de los países que las
exhibían. Y después hubo un legislador valiente que las abolió, las
públicas y las privadas, y el ejemplo cundió sin que hasta el momento
tenga noticia de ninguna revuelta popular.
No
es cuestión de implantar censura alguna, sino generar un movimiento con
tal capacidad de atracción que lleve a los telespectadores a apagar el
televisor o cambiar de canal cada vez que el hedor atufe sus narices. A
ver si de ese modo nos dejan tiempo para dedicarlo a los otros infames
que acosan nuestras vidas.
DdA, X/2.558
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