España es el país de los galgos
ahorcados. España es el país que no aprecia la ternura inconcebible de
un animal que se enreda con el aire, dibujando piruetas
imposibles. España es el país de árboles con ramas asesinas, donde una
infame cuerda siega una vida tan ligera como la espuma. España es una
tierra yerma que entierra la poesía en sus entrañas muertas.
Los galgos son poetas emboscados en el
viento, que doblan las esquinas en silencio, deslizándose como un brazo
de agua escapado de una acequia. Los galgos son poetas que se recortan
contra la luna, componiendo siluetas inauditas. Los galgos encabalgan
las palabras o saltan por encima de ellas, sorteando las tildes, tan
arrogantes e inflexibles. La tilde es una señora ridícula que se clava
en las palabras como una espina. Los galgos perturban su rutina,
lanzándola al viento, que juega con ella hasta que se aburre y la deja
sobre un tejado, donde se confunde con una ramita. A veces, acaba en un
nido. Allí recibe lecciones de humildad y acepta su dolorosa
intrascendencia. Las pisadas de los galgos no dejan huella. Son veloces,
aladas, casi etéreas. No les afecta la gravedad ni la dureza de la
piedra. Los galgos aceleran el movimiento de rotación de la tierra,
cuando la locura se apodera de ellos. Los ojos apenas pueden seguir su
vertiginosa galopada, pero gracias a sus carreras escuchamos la música
de las esferas.
Los galgos se burlan de la ortografía
estirando o doblando sus orejas. Las orejas de un galgo pueden
transformarse en una X, una Y o una LL. Esforzándose un poco pueden
esbozar la Ñ o el número Phi, el número áureo donde se esconde Dios,
jugando con una serie infinita que deja con un palmo de narices a las
maestras de escuela. Las maestras de escuela no entienden a Dios ni a
los galgos. Dios es un niño que utiliza los puntos suspensivos para
cruzar los ríos. Los arroja uno a uno y avanza a saltitos. Los que le
sobran, se los guarda en el bolsillo. Los galgos nunca se separan de
Dios, pues saben que les necesita para no extraviarse por los caminos,
donde acecha el hombre con una horca en la mano. Nos han dicho que Dios
era un anciano de barba blanca y piel arrugada, pero Dios es un niño
enfermo que aplaca su dolor, acariciando la huesuda cabeza de un galgo.
Los galgos vigilan el mundo mientras Dios descansa. Cada vez que se
comete una maldad, lanzan un aullido y Dios se despierta, pero Dios no
puede hacer nada porque nadie hace caso a un niño que de puntillas no
llega a la mirilla de una puerta.
Los hombres que ahorcan a los galgos
perdieron su alma hace mucho tiempo. En realidad, su alma huyó espantada
cuando descubrió que sus manos codiciaban la sangre ajena. Los hombres
que ahorcan a los galgos esconden sus ojos detrás de gafas oscuras, pues
los ojos les delatan. Sólo hace falta mirarlos para comprender que
detrás no hay nada. Los hombres que ahorcan a los galgos son los mismos
que fusilaron a García Lorca. No les importó desarraigar de nuestro
suelo a un poeta que dormía entre camelias blancas y lloraba como el
agua. No les importó enterrarlo en una fosa sin nombre, con los ojos
abiertos y una mueca de espanto. Los hombres que ahorcan a los galgos
apenas hablan. No les gustan las palabras. No les gusta justificar sus
actos ni manifestar sus afectos. Dejan un rastro de dolor y miedo. Se
ríen de los poetas que pasan noches en vela, intentando hallar un verso
para finalizar un soneto. Se ríen de los insensatos que anhelan un
futuro sin bombas ni ruinas negras. Se ríen de las promesas que nos
hicieron de niños, asegurándonos que la eternidad apacigua a la muerte,
evitando que caigamos en el olvido.
Cada vez que muere un galgo, un niño se
queda huérfano. Los galgos prestan la luz de sus ojos a los niños
enfermos. Les acompañan en las noches de fiebre y pesadillas sin cuento.
Les despiertan suavemente, hablándoles al oído del día que llega, con
su frescor y su luz naciente, sonrosada. Les hablan de la primavera y de
la semilla al florecer. Les hablan de las mañanas ardientes del verano,
cuando el mar se ofrece amistosamente y el sol parece una piedra
amarilla que no acaba de caer. Les dicen que el invierno se ha escondido
detrás de un arbusto y se ha quedado dormido. Los niños enfermos son
los niños que el Joven Rabí escogió para mostrar al mundo la belleza en
su forma más pura. El joven Rabí se enfrentó al poder de las tinieblas
con un niño tullido y un galgo famélico, sin ignorar que la compasión es
una flor extraña. Una flor que sólo crece en laderas escarpadas y en
profundas soledades, donde las plegarias tiritan de miedo al pensar que
enmudecerán en un sótano vacío.
Algunas mañanas, me levanto temprano y
los galgos ya están en la explanada que llaman plaza, con su triste
iglesia de fachada encalada, escondiendo la piedra, y un árbol con el
tronco lleno de nudos, con aspecto de chichones. Agrupados por largas
cadenas, todos son jóvenes y no saben lo que les espera. No saben que
ese día algunos se quedarán en el campo, sobrepasados por la crueldad
humana. Podría advertirles, pero los hombres que preparan su muerte, se
pasean con escopetas y largas sogas. Sus ojos parecen brasas encendidas
por un odio antiguo. Los ojos de los galgos aletean como mariposas de
colores. Azul, castaño, violeta, acaso un tenue resplandor dorado, de
trompeta vieja. Algunos están sentados, otros tumbados, dormitando.
Algunos están de pie y otros desmoronados. Algunos están tan delgados
que casi levitan. Algunos parecen de arcilla, otros de plata, otros son
blancos como el alba. El alba que ya avanza por la plaza y les pone en
movimiento.
Se escuchan las cadenas, los gritos, las
risotadas. Se alejan todos a la vez, uncidos a un destino desigual.
Siento lo que sintió Don Quijote al contemplar a los galeotes,
condenados a impulsar un enorme buque de guerra con un remo: “¿Por qué
hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres?” Me senté en un
banco de piedra y les observé alejarse. Un galgo blanco, de andares
espirituales y resignados, giró la cabeza y me miró humanamente, con
ojos fatigados y débilmente esperanzados. Los dos sabíamos que nuestras
vidas eran un chispazo, un momento de claridad en una tiniebla infinita,
pero nos esforzábamos en pensar que nos reencontraríamos bajo otro
cielo, vagabundeando por una llanura sin término, lejos de esa mañana
homicida que se cobraría las vidas de los torpes y rezagados. Nos
reencontraríamos en una mañana sin penumbra ni olvido, de plenitudes y
esplendores, una mañana perfecta, libre de miedos y trajines. Nos
miraríamos de nuevo, como dos viejos conocidos que han descubierto la
felicidad de ser en el otro. Sus ojos en mis ojos, sus sueños en mis
sueños y nuestros latidos concertados en el viento.
DdA, X/2.542
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