Puedo fechar con precisión mi primer recuerdo político. Es mediodía de
un Primero de Mayo de 1967 en Mieres del Camino, en la calle de la vieja
comisaría. De pronto, mi atención infantil queda retenida por la
violencia con que varios policías (los llamados "grises") aporrean a un
hombre indefenso, en el suelo, que sangra por la nariz y a quien han
roto la camisa mientras lo arrastran y vapulean repetidamente. Desde el
fondo de la calle, del lado del Ayuntamiento, una mujer corre y grita.
En su desesperación, deja atrás un zapato y se le cae de las manos una
barra de pan. "¿Por qué pegan a ese hombre"?, pregunto a mi madre, que
calla un buen rato y me responde después en voz muy baja: "Por pedir
libertad".
Así, aquel tipo que guardaba un notable parecido físico
con Lino Ventura (eso, claro, lo sabría mucho más tarde) pasó a ser
para mis mitologías infantiles "el hombre de la libertad", alguien a
quien no hay coacción o tortura capaz de doblegar. Los españoles hemos
admirado muchas veces la épica de esas gentes en las películas en blanco
y negro sobre la resistencia a los nazis, en la que por cierto tantos
compatriotas nuestros dejaron su piel, pero somos aún incapaces de
reconocer la heroicidad de esos mismos personajes en nuestra propia
historia antifascista.
Lo cierto, que no quiero perder el hilo, es
que algunos años después volví a encontrar al indomable héroe de aquel
Primero de Mayo en el acogedor templo de la conspiración y la cultura
que fue Amigos de Mieres. Para entonces, aquel incipiente recuerdo
político se había ido puliendo con otros conocimientos y andanzas. Y
aunque aquel tipo pasó, de pronto, a tener nombre (Manuel Álvarez
Ferrera, o también Lito Ferrera, y con más frecuencia Lito el de la
Rebollá), para mí ha sido siempre "el hombre de la libertad".
Me
dirán que literaturizo una imagen infantil. Y me contarán, para tratar
de devaluar mi recuerdo, que en realidad Lito -fallecido el pasado
sábado en Gijón a los 78 años en posesión de la roja insignia del valor-
fue una víctima de la dictadura; un torturado en oscuros depósitos
policiales; un prisionero en las cárceles franquistas; un clandestino
que cambió al Papa por Marx (fue dirigente de la JOC y del PCE) y la
teología por la lucha de clases; un comunista que siguió creyendo hasta
el último día de su vida en sus ideas pese a las evidencias y a todos
los fracasos políticos; un perdedor, en fin, por su propia honestidad en
el callejón de las demoliciones de la Historia. Me dirán ésas y otras
muchas cosas, ignorantes de que una persona es, al cabo, la suma de sus
esplendorosas derrotas. Lo contrario, es engañar y engañarse.
Lito
es aún el hombre que se proclama libre porque, más allá de sus
posiciones ideológicas concretas, que podemos compartir o no, enseñó a
varias generaciones que la libertad se conquista y se ejerce. En pleno
franquismo, las barras de los bares de las Cuencas y Gijón se
despoblaban ostensiblemente cuando Lito desplegaba el último ejemplar de
"Mundo Obrero" para leerlo así, en público, sin esconderse. Y por eso,
supongo, dejó la clandestinidad y se declaró comunista mucho antes que
la mayoría y cuando una confesión así conllevaba de manera inevitable
persecuciones y quebrantos, una vida sin tregua, todo tipo de infamias
desde el poder absoluto. Pensaba yo estas cosas en el tanatorio de
Cabueñes este domingo, mientras escuchaba el elogio que el padre Ángel y
Francisco de Asís Fernández dedicaron a la vida de militante íntegro de
Lito. Su multitudinaria despedida es la confirmación de que los hombres
libres siempre ganan, aunque parezca lo contrario, la batalla que más
importa.
DdA, X/2.532
No hay comentarios:
Publicar un comentario