Ana Cuevas
Es difícil sobreponerse a la
sensación de impotencia, e incluso de depresión, que muchas personas padecen a
causa de la crisis. Inmersos a la fuerza en un escenario espeluznante, inhumano
con los menos favorecidos e indulgente con los facinerosos de altos vuelos,
puedes llegar a tener la sensación de que nada de lo que hagas servirá para
cambiar el estado de las cosas. Es lo que pretenden, que nos resignemos a la
carnicería neoliberal y asumamos nuestro papel de casquería de saldo.
Y sin embargo, como diría Galileo, la
resistencia ciudadana se mueve. Se mueven mareas de voluntades de todos los
colores en defensa de la educación, de la sanidad, de los parados. Se mueven
colectivos para frenar los desahucios, para denunciar las estafas de la banca,
para reclamar las libertades y derechos que nos han arrebatado. La sociedad
resiste o, mejor dicho, se resiste leoninamente al estupro orquestado por los
p. amos del cotarro.
He leído por ahí que resistir no
consiste en amagarse en una esquina esperando a que escampe la tormenta. Hay
que desafiar a la tormenta. Intentar fraccionarla desde dentro, atacando su
núcleo para desactivar la potencia destructora. Resistir no es un acto pasivo,
muy por el contrario. Es la única opción de un pueblo valiente que rechaza la
sobredosis de injusticia que le administran los descastados "padres y
madres de la patria". La red de resistencia se extiende, se conectan las
ramificaciones, se toma conciencia de que los diferentes colectivos tenemos un
enemigo común.
Un sistema depredador que impone la
ley del embudo para obligarnos a tragar la gran estafa de los ricos y los
poderosos. Pero ¡ojo!, su dieta de ricino nos está haciendo más fuertes.
Inmunes a las mentiras y altamente reactivos al escarnio. Resistiremos su
veneno. Nosotros mismos somos el antídoto.
DdA, X/2.521
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