A 40 años del Golpe Militar se desnuda la impostura de quienes,
vociferando su calidad de demócratas, respaldaron la asonada más
terrible de nuestra historia contra nuestro Estado de Derecho y la
decisión soberana del pueblo. La hipocresía de aquellos políticos que se
han quedado a años luz de distancia del ejemplo republicano de Allende,
su coraje y fidelidad con un ideario consolidado en décadas de
impecable trayectoria política y ética.
La historia es una expresión constante de causas y efectos, por lo
que cada etapa de la evolución del mundo se explica en la realidad
anterior. Sin embargo, es incuestionable que hay situaciones que
resultan de fenómenos fortuitos, entre éstos la irrupción de liderazgos
personales que, para bien o para mal, le señalan un curso difícil de
predecir al futuro. Para Albert Einstein, “la coincidencia es la forma
en que Dios permanece anónimo” en la evolución del cosmos; así como para
William Faulkner “el pasado nunca está muerto o enterrado”. La
irrupción funesta de un Hitler o un Stalin no se deriva solamente de sus
meras circunstancias. Del mismo modo que líderes del tamaño moral de
Mandela superan con creces lo que podía ser predecible de épocas tales
como la del Apartheid sudafricano. El Golpe Militar de 1973, obviamente
tiene sustrato en la profunda crisis política que vivía entonces nuestro
país, como en el quiebre profundo de nuestra convivencia, a raíz de los
cambios económicos, sociales y culturales demandados mayoritariamente,
así como por la resistencia y desconfianza que éstos les produjeron a
parte de la población.
Sin duda que la ruptura institucional fue alimentada por el
voluntarismo y los errores de los gobernantes, así como por falta de
tolerancia de sus oponentes. Pero el brutal asalto a La Moneda, el
magnicidio y los horrores que siguieron más bien se explican en el apoyo
que los golpistas recibieron de los Estados Unidos, como en la
formación criminal de los oficiales que conspiraron y se hicieron del
poder. Lo sucedido hace 40 años es producto, también, de la débil o nula
convicción democrática y republicana de la derecha y del gran
empresariado chileno que, más que “cómplices pasivos”, fueron activos
condescendientes del régimen de terrorismo de estado que se impuso en
Chile por 17 años, y que todavía mantiene cifras de adhesión que nos
sonrojan como nación ante el mundo libre. En una conferencia pronunciada
poco más de una década, el propio historiador Gonzalo Vial reconoció
que los valores de la democracia nunca fueron plenamente asumidos por la
derecha chilena, a no ser que el voto popular la favoreciera o
estuviera determinado por el cohecho.
En nuestra secuencia histórica de caudillos y cuartelazos militares,
tan sólo los cuatro intentos electorales de Salvador Allende por llegar a
La Moneda avalan su consecuencia democrática, su disposición a perder
los comicios una y otra vez sin vacilar un instante de que su “vía
chilena al socialismo” debía estar legitimada por la mayoría ciudadana.
Tentado y criticado muchas veces por quienes pensaban en el camino de
las armas y la revolución social, Allende prefirió respetar la
Constitución y las leyes vigentes y hasta llegó a aceptar que se le
impusiera un arbitrario y ofensivo Estatuto de Garantías
Constitucionales por quienes, desde antes de que se ciñera la banda
presidencial, ya estaban juramentados para derrocarlo.
En efecto, el Golpe de Estado posiblemente no hubiera prosperado sin
la acción desestabilizadora y subversiva de las bandas militares de
Patria y Libertad y del Partido Nacional. Como tampoco si la cúpula de
la Democracia Cristiana no hubiera alineado a esta colectividad con la
estrategia de los conspiradores. Qué duda cabe que todo el tiempo en que
Patricio Aylwin y otros voceros demócrata cristianos justificaron el
alzamiento militar y permanecieron impertérritos ante la realidad de los
campos de concentración, los detenidos desaparecidos, el exilio y la
tortura los convierte en activos responsables, también, de lo sucedido.
De la misma forma que los integrantes de la Corte Suprema y los jueces
abyectos, que respaldaron entusiastamente el Golpe, ungieron al Tirano y
desestimaron el clamor de justicia de miles de víctimas que buscaban
afanosamente el paradero de sus familiares, que cesaran las ejecuciones
sumarias y constataran la tortura sistemática.
Cómo no reconocer que la Dictadura hubiera tenido cualquier otro
perfil si en último momento no se hubiera impuesto Pinochet en la
jefatura de la Junta de Gobierno y si él mismo no hubiera discurrido
reclutar a los oficiales más sanguinarios para institucionalizar la Dina
y sus brigadas de la muerte. Tampoco hubiera sido todo como fue si los
militares no hubieran contado con ese séquito de civiles que le dieron
diseño y ejecución al modelo económico que el régimen de facto nos legó,
cuanto a una Constitución espuria en su origen y contenido que la Pos
Dictadura ha seguido administrando por más de 23 años con algunos
mínimos retoques. De las situaciones más cínicas advertidas de este
tiempo es la declaración de ex ministros, subsecretarios y otros
colaboradores de confianza de Pinochet que dicen no haber advertido
nunca el genocidio, que jamás percibieron las denuncias hechas en su
mismo momento por las revistas, diarios y radios disidentes, cuyos
periodistas tuvieron que someterse a los tribunales y jueces serviles
que los procesaban y hostigaban.
A 40 años del Golpe Militar se desnuda la impostura de quienes,
vociferando su calidad de demócratas, respaldaron la asonada más
terrible de nuestra historia contra nuestro Estado de Derecho y la
decisión soberana del pueblo. La hipocresía de aquellos políticos que se
han quedado a años luz de distancia del ejemplo republicano de Allende,
su coraje y fidelidad con un ideario consolidado en décadas de
impecable trayectoria política y ética. Ideas, por lo demás, que hoy
vuelven a prender en la voluntad de los jóvenes y trabajadores que
claman justicia social y equidad a lo largo de todo el país. Luego de
que los sucesores del Dictador se dejaran encantar por los disparates
neoliberales, la política cupular, resignándose, además, al tutelaje
militar.
La consecuencia y la lealtad de Allende son un ejemplo, también, para
quienes padecieron entonces del “infantilismo revolucionario”, quienes
llegaron incluso a acusar de burgués y socialdemócrata al extinto
Mandatario. Un tapabocas para aquellos jacobinos de entonces hoy
devenidos en prósperos “emprendedores” y/o mediáticos columnistas
acogidos, cual hijos pródigos, por El Mercurio y las entidades
patronales. Un mentís contra de aquellos que ya estaban asilados en las
embajadas antes que el cuerpo de Allende alcanzara a enfriarse, para
después vivir el exilio dorado que favoreció a los más conspicuos y
rabiosos dirigentes de la izquierda. Los mismos que enseguida llegaron
oportunamente a tomarse los partidos y administrar la transición de
consuno con los que antes habían vituperado. Para ponerse a medrar,
finalmente, de los recursos fiscales y del sistema electoral binominal.
Y, como corolario, acabar pidiendo disculpándose por sus “pecados de
juventud” y no por su manifiesta traición, cobardía y oportunismo. En
vez de pedir perdón por sus compañeros y camaradas que instaron a la
confrontación, murieron por ellos o fueron humillados en su dignidad ,
cuanto segregados en estos últimos 24 años de posdictadura y nuevas
iniquidades.
DdA, X/2.479
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