Un día de 1976 nos encontrábamos en clase de griego en el Instituto
Público de Caravaca. Dábamos etimología. El profesor, Don Juan Romera,
preguntó a uno de mis compañeros por sus ideas políticas. Un tanto
perplejo y huidizo mi amigo le dijo que él era apolítico. Don Juan, que
era un magnífico profesor, le explicó que eso no podía ser porque si era
apolítico, era también apersona, que todas las personas tenían ideas
políticas y debían manifestarlas para combatir la ignorancia y la
indolencia y conquistar nuevas parcelas de libertad y justicia. Luego
nos leyó el célebre pensamiento de Bertolt Brecht: “El peor analfabeto
es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los
acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida,
el precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y
de los remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto
político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo
que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la
prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es
el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y
multinacionales”. Durante el resto de la clase estuvimos debatiendo a
Brecht llegando a la conclusión irrefutable de que nadie podía ser
apolítico y que quién así se definía eran personas medrosas de ideología
derechista muy próximas al lumpen, clase social sin conciencia de
serlo, situada por debajo del proletariado y dispuesta a hacer cualquier
atrocidad por cuatro perras para favorecer la estrategia del “amo”.
Se insiste mucho en algunos medios no lobotomizados sobre la escasa
contestación ciudadana contra la brutal política antidemocrática
–entendido el término en su sentido literal y esencial- que está
poniendo en práctica el partido que gobierna España y los que gobiernan
la UE. Se dice que por decisiones mucho menos duras que las que hoy nos
impone la derecha reaccionaria, hace treinta años se habría armado la de
dios es cristo. Unos afirman que es por el colchón familiar, otros que
por las pensiones de los abuelos, otros que por esa miseria de 400 euros
que se da a quienes ya no tienen derecho a la prestación por desempleo.
Y creo que son ciertas todas esas explicaciones, que el conjunto de
todas ellas hacen que quienes más estén sufriendo la crisis hayan
entrado en una especie de letargo que les impide reaccionar como las
leyes de la naturaleza obligan ante agresiones que ponen en riesgo la
propia subsistencia y la de tu prole. Pero con ser ciertas no impiden
que haya otras causas que nos ayuden a comprender porque ahora mismo el
país, el continente no esté ardiendo por los cuatro costados ni que los
responsables –que tienen todos nombre y apellidos- de esta inmensa
estafa y de este bestial retroceso en el tiempo no estén ahora mismo
refugiados en la parte más helada de la Antártida.
Durante la dictadura franquista el catolicismo lo impregnaba todo y
consiguió meter en el tuétano de los huesos de la mayoría de los
habitantes de este país el virus de la resignación. Recuerdo los
increíbles “razonamientos” con que los clérigos nos sermoneaban a diario
para hacernos “buena gente” de mañana: “Si te rompes una pierna, da
gracias a Dios porque no ha querido que te rompas las dos”; “si se te
muere tu padre, da gracias porque Dios se lo ha llevado y todavía te ha
dejado a tu madre”; “si te acuestas con hambre, da gracias a Dios porque
te permite dormir…”. La resignación cristiana y la represión fascista
fueron el caldo de cultivo en el que creció el apoliticismo. Al criminal
Franco se atribuye aquella frase propia de un besugo que decía:
“Ustedes hagan como yo, no se metan en política”. Mientras, firmaba
penas de muerte a destajo. El caso es que durante los años anteriores a
la muerte del tirano y los que siguieron sólo unos cuantos cientos de
miles de españoles se movilizaron y se la jugaron para conseguir el
regreso de la democracia. El resto, aunque duela decirlo, iba a lo suyo,
igual que hoy, recelando de cualquier persona que hablase de cambiar
las cosas, de libertad, de igualdad o de cosas tan peregrinas como el
derecho de todos a la Educación y la Cultura.
Los pactos de la transacción, entre otros muchas cosas, obviaron la
debida y obligada atención que toda democracia debe a la Educación del
pueblo, a elevar su nivel cultural y excitar su espíritu crítico. Pese a
todo, durante unos cuantos años, los que van desde principios de los
ochenta a la llegada de Aznar al poder, se crearon magníficas
universidades públicas, se restauraron cientos de teatros abandonados,
se fundaron universidades populares, casas de cultura y centros de
alfabetización, aunque, al mismo tiempo, se fueron entregando –sobre
todo por los gobiernos autonómicos, con competencia plena en la materia-
parcelas educativas cada vez mayores a la Iglesia, y la Iglesia
católica española sólo sabe de nacional-catolicismo, que para eso lo
inventó. Ese prolongadísimo descuido hizo reverdecer a partir de la
década de los noventa la figura del apolítico, esa persona que nos
encontramos en el metro, el autobús, en el bar, en la calle, vociferando
y despotricando contra quienes intentan hacer leyes justas y contra
quienes en las calles exigen que la democracia lo sea de verdad. El
apolítico está en todas las clases sociales, es, como ahora se dice, un
ser transversal. Si tiene posibles y es de “buena estirpe” puede
presidir una cofradía de Semana Santa, un equipo de fútbol, una
asociación de damas de la caridad o, incluso, presidir un gobierno; si
su extracción social es baja puede ser excelente manigero, correveidile,
intoxicador o desmovilizador social en constante alerta, siempre
pendiente de que “el amo” aplauda su voz y sus actos a la espera de una
canonjía o un puestecito para sus hijos y sobrinos en la consejería que
sea de la comunidad o ayuntamiento que sea. Es un ser miserable, carente
de ética, contrario a la moral pública, un ser primario muy poco
evolucionado al que no interesa cosa alguna que no esté muy directamente
relacionada con él o con los intereses del que “manda de toda la vida”.
Luego está, dentro del mismo gremio, una inmensa tropa de presuntos
indiferentes que nunca expresan sus ideas ni muestran interés alguno por
la cosa pública, pero que son al final quienes, con su ignorancia,
indolencia, voto o abstención, deciden quién nos va a gobernar a todos.
Aunque parezca mentira, los efectos de la estafa
financiero-ladrillera urdida por Aznar, Rato y la banca española y
mundial, además de los inmensos daños económicos causados a la mayoría
de los ciudadanos de este país, trajo un destrozo si cabe mayor: El
embrutecimiento radical de una parte sustancial de nuestros
conciudadanos, y el bruto es un “apolítico resignado” que siempre está
dispuesto a plegarse ante los abusos de los poderosos y a morder con
saña a quien se la juega luchando por el interés general, incluido el
suyo. Son la vanguardia del reaccionariado, el brazo armado de los
sátrapas, corruptos y malhechores de guante blanco y negro.
DdA, X/2.415
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