La noche del pasado 15 de abril,
el carpintero y militante del PSUV José Luis Ponce fue asesinado de un
disparo en la cabeza. Regresaba a su casa luego de impedir que unas
personas, estimuladas por el discurso del candidato Henrique Capriles
pidiendo a sus partidarios descargar su “arrechera” -esa fue la
expresión que usó- por el anuncio del Consejo Nacional Electoral
declarando triunfador en las elecciones del 14-A a Nicolás Maduro. El
hecho ocurrió en el sector La Limonera, Baruta, y el autor material,
Carlos Serrano, fue detenido y acusado por el Ministerio Público de
homicidio calificado, tanto en el caso de Ponce como en el de la
dirigente del mismo partido Rosiris Reyes. También la Fiscalía acusó de
homicidio intencional por la muerte de Hender Bastardo en Cumanacoa
(Sucre), a los hermanos José y Rodrigo Hernández. Igual en el municipio
Córdova (Táchira), donde José Galvis, Joel Contreras y José Omar León
fueron imputados por el homicidio calificado de Henry Rangel La Rosa.
En ese estado también fueron imputados Alberto Díaz Galvis e Ibsen
Colmenares por la muerte del oficial de la Policía Nacional Bolivariana
Keler Guevara. Igual avanza la investigación del asesinato de tres
personas en Zulia -entre ellas un niño-, arrolladas con premeditación
por el conductor de un camión, y de una persona fallecida a consecuencia
de un balazo en la cara, cerca del CNE en el estado. Las víctimas de la
violencia que desató el mensaje del excandidato opositor fueron once, y
setenta heridos, además de los daños materiales a instalaciones
públicas y locales del PSUV.
La impunidad está teniendo respuesta
Todo indica que la impunidad, heredada de la IV República, está
teniendo respuesta. No en la proporción en que el país aspira, es decir,
respuesta rápida e implacable, como debe ser la justicia en democracia.
Mas lo cierto es que empieza a verse la luz en el túnel. El papel que
cumple el Ministerio Público, dirigido por Luisa Ortega, es determinante
en el viraje hacia la responsabilidad y adecentamiento de las
instituciones. Reflexionando sobre el dinamismo y coraje que se le
imprime hoy por hoy a ese despacho, dije ante un grupo de trabajo que si
durante la sórdida etapa puntofijista se hubiese contado con un
accionar como el actual, se habría salvado la vida, o evitado la tortura
y desaparición, a miles de compatriotas.
Hoy más que nunca, tanto el Estado como la sociedad requieren de
recursos legales e instituciones sólidas y eficaces para enfrentar una
manera de hacer política que se abre paso en el país, apuntalada en el
delito y la violencia. El abordaje del tema, en esencia político, como
todo cuanto hoy ocurre, es apremiante. ¿A qué me refiero? A que en la
sociedad venezolana -al igual que en otras en el mundo- hay una oscura
zona de irracionalidad donde se refugia la violencia de un sector social
que adopta peculiares formas de acción cuando presiente el peligro. Se
trata del fascismo. Latente en tiempo de normalidad, cuando los factores
que lo integran no se consideran amenazados, pero capaz de irrumpir con
virulencia cuando las circunstancias lo ameritan.
El fascismo en países europeos, al igual que en latinoamericanos,
tiene diversas expresiones. Pero hay una constante en el fenómeno -en
Alemania, Italia; en Francia, Bélgica, Noruega, los Balcanes ocupados,
así como en Chile, Argentina, Brasil, Uruguay. El fascismo siempre ha
sido el último recurso de la burguesía en tiempos de crisis. Cuando el
sector social, político y económico que detenta el poder es desplazado,
opta por reaccionar pateando las reglas de juego. Lo vivió en agraz
Venezuela en los años 2002-2003 con el golpe del 11-A, el paro petrolero
y el terrorismo. Sólo que ese sector no logró el cometido de retornar
para abolir las conquistas de la revolución bolivariana. Pero la
tendencia se mantuvo expectante. Consciente de que la repetición del
formato de los años de la conjura abrileña fracasaría otra vez, optó por
asumir la vía del sufragio. Siempre en la cuerda floja, avanzando sobre
ella y manteniendo, simultáneamente, como objetivo la desestabilización
tanto en el discurso como en los hechos.
Ahora la oposición, cuando la vía electoral le reporta beneficios
-pero no suficientes para imponerse en las urnas-, entrega la conducción
a un grupo fanático, cultor de la violencia, para el cual la legalidad
es una banalidad o un estorbo, que aplica con descaro una política que
le permite columpiarse entre la actividad legal y la ilegal. La mención,
al comienzo de la columna, del asesinato de once militantes y setenta
heridos del PSUV, de asaltos a locales públicos y casas de partido,
hechos promovidos con un lenguaje irascible, provocador, sin precedente
en el país; es decir, la manifestación rampante de un activismo
inspirado en los códigos que el fascismo dejó como legado siniestro
-revivido periódicamente feroz resentimiento clasista-, guarda relación
con la prédica de José Antonio Primo de Rivera en la España acosada por
el fantasma de la guerra civil.
El fundador de la Falange comandó a un grupo de jóvenes agitadores
políticos que actuaba en representación de una clase social asustada con
la crisis y el estímulo de la derecha autoritaria, con el propósito de
crear condiciones para un levantamiento militar. Primo de Rivera dijo
entonces, en un discurso en el Teatro La Comedia de Madrid: “Si nuestros
objetivos han de lograrse en algún caso por la violencia, no nos
detengamos ante la violencia. Bien está, sí, la dialéctica como primer
instrumento de la comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que
la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la
justicia o a la Patria”.
La “dialéctica de las pistolas” funciona en Venezuela
La “dialéctica de las pistolas” funciona ya en Venezuela. El pasado
15 de abril el país vivió una demostración contundente de ese tipo de
violencia, que el mismo sector político-social llevó a cabo mediante el
mensaje y la acción el 2002 con el golpe del 11-A, el petrolero y la
guarimba en las calles. Acciones de las que nunca se arrepintió y que,
por el contrario, reivindica con nostalgia. Ese sector pretende repetir
el formato. Por eso desestima o, simplemente, no le importan los once
muertos, los setenta heridos y los daños a propiedades del Estado y
partidistas.
A lo sumo, los autores intelectuales afirman con cinismo que la cifra
es irrelevante ante el número de víctimas que provoca el hampa. Pero la
condición infrahumana, la miseria de quienes alentaron ese episodio,
premonitorio de lo que tienen planeado; de la disposición irreductible
de utilizar el atajo de la subversión para llegar a donde sea necesario,
se refleja en lo siguiente: Un entrevistador del canal Telemundo -José
Díaz Balart- le preguntó a Capriles acerca de lo dicho por el canciller
Jaua a funcionarios de EEUU sobre su responsabilidad (la de Capriles) en
las 10 muertes causadas por la violencia de su discurso después de la
elección de Maduro, y el excandidato respondió: “¡Nos tiene sin cuidado
lo que diga!”.
La vida humana tiene sin cuidado a Capriles -¿y a sus seguidores?
Once muertos no dan ni para una aclaratoria. No importa sacrificar la
vida humana en el altar de la irracionalidad política, impuesta -como
dijera el fascista español- con la “dialéctica de las pistolas”. El
fenómeno del fascismo en Venezuela ya no es posibilidad sino realidad;
no es ficción, sino concreción de un pensamiento, en apariencia
anacrónico, pero que subyace como respuesta al miedo letal de un sector
social que avanza a través del entramado institucional y la quiebra de
valores fundamentales. Es este el mayor desafío que hoy enfrenta la
democracia venezolana. Que, además, tiene nombres y apellidos.
DdA, X/2.414
No hay comentarios:
Publicar un comentario